Se cumplían tres años de la invasión de Estados Unidos en Afganistán cuando en el año 2oo4 en el país asiático se celebraron elecciones “libres y democráticas”. Unas elecciones en las que tanto hombres como mujeres votaron para elegir a Hamid Karzai, afgano de etnia pastún, como presidente. Uno de los supuestos objetivos del gobierno norteamericano para justificar su invasión se había cumplido. Llevar la democracia al otro lado del Mundo. Como si alguien les hubiera preguntado a los afganos bajo qué tipo de régimen querían vivir. Como si una democracia en una sociedad con un porcentaje de analfabetismo tan alto fuera una democracia. Como si esta forma de gobierno fuera algo que pudiera imponerse, desde fuera y con atajos, y no algo que tuviera que construirse, desde dentro y con trabajo. Como si una misma democracia sirviera igual en cualquier lugar, en cualquier momento. Como si de la noche a la mañana, en una sociedad como la afgana, fuera posible que todos pasaran a ser iguales.
La democracia en aquellas elecciones sirvió para sentar en el poder a criminales de guerra y señores de la droga. A asesinos y genocidas. Ministros y diputados con un historial de todo menos demócrata. Hombres como Rashid Dostum, afgano de etnia uzbeka, que llegó a ser el vicepresidente a pesar de haber sido uno de tantos responsables de las atrocidades que se cometieron durante la guerra civil. Los nuevos responsables de reconstruir Afganistán eran los mismos que lo habían destrozado a principios de los años 90.
La quimera de la democracia. Un sistema corrupto, enriquecido con ayudas extranjeras millonarias. Seleccionado, apoyado, financiado y celebrado por Occidente. Una nueva forma de gobierno que no trajo ni la paz, ni la prosperidad, ni la libertad que se esperaba de ella. Los talibanes, que nunca se habían ido, poco a poco recuperaron fuerza y en 2oo6 (con George W. Bush todavía como presidente) Estados Unidos envió más soldados para “ayudar al Gobierno y al ejército afgano en su lucha contra el terrorismo”. Los atentados suicidas y las minas se multiplicaban. El peligro, el caos, la inseguridad y la inestabilidad volvían a campar a sus anchas, por enésima vez, en Afganistán.

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