Un puñado de castañas asadas mataba el hambre de muchos
antes de irse a dormir en los tiempos duros de la postguerra.
Un puñado de castañas calentaba las manos que agarraban
el cucurucho comprado en un puesto callejero.
A castañas asadas huele desde unas calles antes y uno ya
sabe que está en otoño y que comienza el frío y que conviene
recogerse pronto porque la noche se agranda y los días
enchiquecidos no calientan lo suficiente.
Ayer recogí castañas. Algunas tuve que sacarlas de los erizos
abiertos que ofrecían su fruto. Reconozco que algo me dolieron
los riñones, pero qué poco esfuerzo para lo que prometen
cuando las coma. Procedían de dos árboles a pocos metros
uno de otros. Las castañas de uno eran pequeñas y no
merecían la pena, las del otro grandes y apetitosas.
Como en la vida.
Ayer recogí castañas. Comerlas es un acto de unión.
No se debería comer castañas en soledad nunca
si puede evitarse. Las castañas han nacido para ser
compartidas. Un puñado de castañas asadas saca la sonrisa
del rostro y los ojos se alegran, ya infantiles.
Por estas tierras de Béjar, a las castañas asadas se les llama
calbotes y noviembre es un tiempo de comunidad junto
a la hoguera. La hoguera calienta el cuerpo por fuera,
la castaña por dentro, como comulgar otoño y ser feliz,
que hace falta. Que hace tanta falta.


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