El otro día al cruzar un charco (que bonita la palabra, charco), de repente me acordé de los charcos de mi infancia. Sí, de esos charcos que saltábamos y en los que nos embadurnábamos de abajo arriba, cuando éramos niños felices y que nos hacían sentir como dioses de barro dándose un baño y por supuesto, cuando pensábamos que nunca nos íbamos a morir...Benditos charcos, benditos mares de agua embarrada y bendita sea la dulzura de la niñez...Pero ahora en la vejez, sigo igualmente adorando los charcos, aunque ahora, procuro saltarlos sin tener que mancharme de barro. Pragmatismo, que se llama...
No hay comentarios:
Publicar un comentario