El que lucha a muerte y se hiere en esa lucha, tendrá su recompensa en otro lado. O eso dicen. Puede que quizá más tarde y cuando la vida se le haya acabado, le concedan la medalla al mérito de haber sido un luchador innato. Yo, aún así y todo, prefiero ser un luchador empedernido que no espera nada a cambio. Luchar por luchar, le llaman.
Primero, porque me gusta luchar y cuanto más intensa sea la lucha más disfruto. Segundo, porque a mí modo de ver, los reconocimientos post morten me importan un pito. Tercero, no me queda otra y porque puestos a elegir no tengo más opciones. O acaso iba a escoger ser un guiñapo de trapo que se encoge con el agua y que se derrite como un helado al sol. Lucha y valor, aunque el valor se tiene a veces y otras veces, no se tiene. Pero el valor se educa. Y por eso cuando estás bajo mínimos, sacas de las agallas o de las tripas el valor que te ha faltado y eso sólo se consigue entrenando día sí y día también.
Además, sino luchas te vas reblandeciendo. Y bien sabe el señor que al parecer habita en los cielos, que yo no puedo soportar a las personas blanditas que dicen sí cuando es no (Son así de ladillitas). Blandengue, grimoso, anodino, ladillas, mal amigo de hombro grimoso, peor compañero, mal consejero y deleznable como persona.
Y por todos estos motivos que anteriormente fueron contados, uno tiene el deber de luchar como un jabato. Y de no rendirse nunca y ni siquiera cuando estás completamente derrotado ante los hechos de la evidencia de que estás echo una puta mierda. Uno nació para ser espíritu libre y para ser libre y dentro de lo que cabe y además, te dejan, tienes que luchar a muerte y con el cuchillo entre los dientes y una navaja en la bota y por si acaso te lo piden los acontecimientos. Hay que morir luchando...y ya está. Y porque morir te vas a morir igualmente.

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