ESTACIÓN JUAN TRONCONI (Cecilia Zanelli)

 

Como consecuencia de un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida. En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía. Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las cortinas añejas y vetustos retratos familiares. Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero mi curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo. Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”. Mientras la escuchaba, pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros. Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato por ese monótono terreno: pastos secos, unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren. Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome. Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden y que nadie hubiese violentado el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían o o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta. Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”. El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí a su comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.
Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca. Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos. El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto, planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca. Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.


























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