“Soy argentina. Periodista. Siento que tuve “un buen día” si pude escribir, correr y cocinar, en ese orden. Cuando paso largos periodos en los que eso no sucede empiezo a sentir una delicuescencia física, un desasosiego que se parece, supongo, a la locura. Me interesa la existencia humana como una experiencia brutal y no puedo dejar de mirarla como quien contempla a un bicho —que a veces sufre— bajo una lente de aumento. Viajo mucho y aunque no quiero hacer la cuenta de cuántos días paso lejos del sitio en el que vivo —Buenos Aires—, mi síntoma de base es una nostalgia crónica del hogar que percibo con más fuerza cuando estoy en casa porque sé que pronto voy a tener que partir otra vez. Nací en una ciudad chica y fui criada. Eso: fui criada. Tengo recuerdos de esos años envueltos en penumbra o en luz triste. No extraño nada de entonces salvo la textura del tiempo, que era la de la eternidad. Descubrí el sexo viendo copular insectos debajo de las higueras del patio. Una pulsión por las cosas relacionadas con la cópula nunca me ha abandonado y se manifiesta como cierta lubricidad expresada de diversas maneras que, pienso con pena, un día se terminará. No quise hacer nada de lo que se suponía que iba a hacer: casarme, tener hijos, llevar vida serena. Mi madre adoraba a los niños, la provincia, la calma. Saber que desciendo de ella, de su retorcida mansedumbre, es una evidencia que me deja azorada. La vi agonizar durante demasiado tiempo. Esas imágenes de fin de mundo se grabaron en mí y las lacré en un texto de 20 páginas que a veces pienso que debería publicar y otras que no publicaré jamás.
Soy atea desde siempre, pero un día entré a una iglesia a pedirle a la Virgen que me devolviera un novio. La Virgen no me devolvió nada y ese mutismo emperrado me bastó para seguir incrédula. Sin embargo, la semana pasada recité con un entrevistado católico aquello de Pésame Dios mío y me arrepiento, y sentí una turbación preciosa ante la belleza de la fe y la creencia genuina en la santidad y el paraíso. A veces, cuando me siento demasiado bien, me digo: “Qué contenta estoy de no ser yo” (la frase es de Clarice Lispector). Imagino cosas que nunca viví y puedo sentirlas con claridad. Eso podría ser un don maldito, pero lo veo más como una extravagancia y una herramienta útil para el oficio que practico: contar la vida de los otros. Todavía me duele la muerte de algunos a quienes nunca di señales de que su muerte iba a dolerme. Los extraño vivos.
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