¿FELIZ O NO FELIZ?


De más pequeño era un jibia. Con los años fuí creciendo y al mismo tiempo que me salía la barba lucía grandes melenas al viento. Melenas onduladas y no sé el porqué, pero de aquellas me daba mucha rabia que fueran onduladas. Yo quería un pelo liso y fresco, que no se enredara sobre sí mismo. La pubertad de los cojones, los granos en la puta cara, la piel más sebosa que nunca, la desconfianza como santo y seña, las ideas confusas y espesas, la mirada baja y dirigida hacia el suelo, los nervios exaltados y como si tuvieran muelles o resortes escondidos, los enredos dentro de mi cabeza, la curiosidad por lo desconocido, la búsqueda de los amigos y cuando el concepto amigo, era bastante abstracto y utópico. La rebelión ante cualquier tipo de órdenes, las escapadas de noche por la ventana, las noches en la playa escuchando al mar y mirando al cielo y como si allí arriba se encontrara todo nuestro misterio.

El primer beso, que precisamente fue bastante imperfecto y por ser yo, demasiado niño. Los primeros bailes mezclados con nuevos olores corporales. Todos olemos y nos identificamos por ello. Los primeros juegos de haber quién te roza y de dilucidar quién más te gusta. Las primeras preguntas y ¿porque me gusta esta persona y no esta otra?. El primer gran amor, que yo de aquellas no sabía que lo era. Las primeras caricias en la piel ajena y ¿porqué me gustan tanto las tetas?. Las largas tardes de verano y ese cariñoso cruce de miradas. El descubrimiento de lo entrañable y de lo más hermoso que de repente estaba descubriendo. Esas puestas de sol, ese solsticio de verano, esos largos paseos por la arena mojada de aquella inmensa playa. Las primeras acampadas en playas vírgenes y bajo la agradable sombra de los pinos. La última parada del tranvía y los chirridos de sus frenos. El balneario de la playa, que de balneario sólo tenía el nombre, pero que en mi imaginación hasta tenía baños termales. El bar donde nos reuníamos en cada tarde de verano y para pasar toda la tarde con un refresco y para que no nos echaran.

Las noches desde mi ventana, asomando medio cuerpo y para ver el fulgor del cielo y al mismo tiempo escuchar el murmullo de las olas. Mi casa de la playa que para mí era perfecta, salvo por las personas que la habitaban. Y yo me incluyo dentro de ese gran mundo imperfecto, pues yo era discrónico y anacrónico y porque poco tenía que ver con los tiempos que estábamos viviendo. Yo era un habitante de otro mundo dentro de este mundo llamado tierra. Era raro, era extraño, era tímido con quién quería ser tímido y era valiente si la situación lo requería y me guardaba muchas cosas y preguntas en mi bolsillo y porque siempre esperaba que más adelante serían resueltas, pero no todas lo fueron y hasta puedo asegurar que algunas siguen pendientes. Yo recuerdo todo esto y más y después me viene un psiquiatra y me dice y me asegura, que yo no fuí feliz en mi infancia y en mi pubertad y yo nunca le pude decir que sí y porque no es verdad. Mi infancia y pubertad fueron muy duras pero al mismo tiempo si leéis todo lo dicho anteriormente, llegaréis a comprender que poco me faltó para ser feliz como una perdiz.

















 

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