Yo soy de esos bichos raros que eran los dueños de la noche y por eso de las paternidades, tuve que cambiar de acera y me hice hice, diurno. Ahora soy un pájaro diurno y disfruto de las mañanas y tardes y hasta de la noche un poco, pero sin pasarme. Y eso que el cuerpo me tira hacia las profundidades de la noche, porque hay que reconocer que la noche es una verdadera pasada. Ese silencio nocturno, esos pocos ruidos, esas luces indirectas, esos pensamientos que solo te acompañan en la noche, esos recuerdos que juegan con las luces de las farolas, esas sombras que se cuelgan del techo, esos viajes sin desplazamientos, esas ideas peregrinas, esa soledad sin remedio y esos sueños que te envuelven en manos de otros tiempos.
En fin, que la noche es una maravilla, pero que tiene un inconveniente, que si quieres vivir de noche te perderás el día. Y sopesar eso es muy difícil, porque la mañana también está encantada. El amanecer es otra pasada, el bullicio de la calle es una maravilla, la gente pululando, la gente hablando, la gente incordiando y a pesar de esa parte de incordio, la mañana es para comérsela. La tarde ya es más tranquila, la tarde es menos filosófica, salvo cuando el sol se pone, entonces vuelve la magia del día.
La mañana empezada o sea empezada a media mañana, pierde gran parte de sus encantos, porque es como cuando llegas tarde a una película, no sabes el como va y sólo incordias al que la está mirando. Por tanto, hay que levantar el culo de buena mañana y saludar al sol, que está recién levantado y con ganas de calentar. Claro que esto, yo me lo digo todos los días, el que tengo que madrugar, pero mi reloj de arena va más lento que los demás y hasta las 9 de la mañana no suena su alarma. Al final, cojo un pellizquito de la noche y me pierdo otro pellizquito de la mañana. Pero ¿que le vamos hacer?, ¡no se puede hacer de todo!.