ESTACIÓN JUAN TRONCONI (Cecilia Zanelli)

 

 

Como consecuencia  de  un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia,  cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido  de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las  cortinas añejas  y  vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero  mi curiosidad siempre me había ayudado  en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y  corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba,   pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando  me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato  por ese monótono terreno: pastos secos,  unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos  ya no brillaba. Pero todo parecía  haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden  y que  nadie hubiese violentado  el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por  gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían  o o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez  sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese  quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y  los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí  a su comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví  un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él  por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido  vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de  Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido  y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto,  planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.


PARA OLVIDARTE


Para olvidarte,

encendí dos velas y una hoguera

arrinconé mis penas en la esquina del desamor

y al final, 

apagué la luz.


Para olvidarte,

intenté dormir toda la noche,

y entre vuelta y vuelta

 la luna encendió y apagó su luz.


Al final,

no pude dormir

y menos

pude olvidarte..



PEQUEÑO INFINITO (Cristina Villanueva)

 

Pequeño infinito*

El café, los diarios, ciertas lloviznas, unas rosas rebeldes, libros en la cama, marchas, multitudes, la música de los amigos, palabras en red, un silencio poblado, algunas callecitas de Palermo, la voz de Cortázar que cuenta, los compañeros del alma de La República Española, paisajes italianos que caen abruptos para entregarse al mar, el malecón de Cuba, esas manos que cubren, la belleza del deseo abriendo la piel, jugar a tocarse con lenguaje; el alivio después que la piedra del dolor se levanta, pestañas en seda acariciando la noche; jardines a tientas, una foto olvidada, zapatos viejos, los sueños por venir, la voz que me dice no te rindas, el infinito pequeño de la vida.


¡RENCOR!

 

Lo que mata

no es siempre lo que sangra.

Lo que mata es lo que se cría debajo de tu piel,

es ese bicho infecto, malicioso y malsano

 que se come tu carne, 

que carcome tu hueso 

y escupe hacia afuera tu piel,

es ese mismo bicho que huele a cadáver en putrefacción

y al que algunos llaman y llamamos...

¡RENCOR!


¿INTELIGENCIA EMOCIONAL?


                       Parece que ni siquiera yo me doy tiempo para respirar con pausa. Como si de continuo se me fuera la vida, como si estuviera en mi último momento estelar, como si mañana no fuera otro día y todo por esa sensación tan ansiosa de que a lo mejor me paso y sin enterarme... al otro lado. Tengo pánico a que borren mi disco duro y anulen la memoria que existe en mí, pues después del trabajito que me ha costado y bla, bla, blá.... Repito, tengo pánico a que me conviertan en un descerebrado sin escrúpulos o en un don nadie de corcho o en un vegetal o helecho de plástico y para ser más definitivo, o en un trozo de carne con ojos. Y mira que yo no soy de miedos... pero ¡coño!, mi cerebro es mi cerebro y puede que sea lo único que tengo y sólo pensar en el hecho de que alguien me lo puede retocar, me pone en guardia y ojo avizor.

                    ¿Miedo yo?, pues si señor. Y es que si resulta que voy a pasar la ITV de mi coco y seguramente van a decidir tocarme unos cuantos tornillos y que ya sé que algunos los tengo flojos y sueltos... pero al mismo tiempo, también conozco a los controladores del coco ajeno (los psiquiatras) y sé que se empalman fácilmente y empiezan a apretar tornillos como posesos y al final, me dejan en estado de agilipollado perpetuo (vegetativo y baboso). ¿Quién coño sabe algo del coco?. Si yo llevo años trabajando mi coco a destajo y ya veis como va el tema, casi no he tenido progresos. Vamos, que me quedé en la parte anal y guarra de la película. Me quedé con el pis, la caca, los huevos y el que te den o el que me den por el culo...

                   Ahora bien, que me toquen el área de la inteligencia sí que no me preocupa mucho. Aclaro, no soy ningún superdotado y en todos los tests de inteligencia que me han realizado, los resultados fueron medianos tirando a mediocres (aprobado rasurado). Además como a esos test (que dicen que son tan sesudos) les tengo una manía que no veas, pues más baja es y será mi nota media. Claro que después viene el tío que nos habla de la inteligencia emocional y nos diserta que lo verdaderamente importante, es ser inteligente emocionalmente. Por tanto y como si nada, nos indica cual es el camino hacia la estabilidad emocional (hacia el nirvana) y ahí viene la famosa empatía de los cojones. Mi amiga más odiada, la que me desquicia más que nada y nadie y la que me hace ponerme del revés y cabeza abajo. Por tanto concluyo, que por ninguno de los lados tengo remedio, que en los test de inteligencia me muevo como pez fuera del agua (boqueo) y dada mi inestabilidad emocional, tengo un cero patatero en inteligencia emocional  y además, espero seguir teniéndolo. A lo mejor todo mi problema es que soy un marciano que vino de Marte y que un día como el de hoy de hace incontables años, cayó en la isla de Menorca.

EL PADRE DE MIS HIJOS

 

El padre de mis hijos

es un señor que habla mucho tiempo, sólo,

que a su vez, 

 casi todo se lo come, sólo

y que después, se lo traga y lo digiere...sólo.


El padre de mis hijos

dice que sabe

y en realidad, 

no sabe casi nada,

piensa que es un señor grande

y mientras sus hijos crecen como la hiedra verde,

él se encoge y decrece en estatura,

y al final,

es una china en un zapato,

incordia, porque es su misión,

molesta, porque es un grano en el culo,

y al final, acabará siendo herida abierta.


El padre de mis hijos

es de sangre caliente,

respira por sus agallas y codos,

 tiene escamas en su vieja piel dura de pergamino,

y a veces, le dices algo

y él responde

con el más absoluto de los silencios.


Creo que al padre de mis hijos

le encanta el silencio...


Al final,


 Al final, 

siempre volvemos a nuestro sitio de origen,

por eso yo me estoy haciendo un hueco

en aquella playa desde la que un día, partí,

tengo vistas a mi ría de Vigo y a mis Islas Cíes,

tengo un diente de león a mi lado

que poco a poco se está volatizando

y hay momentos que estoy bajo el cobijo

de la sombra de un hermoso pino nacido en la playa.

Es que al final,

sólo somos el recuerdo de lo que siempre fuimos.

PUERTO (Pedro M. Martínez)

 


Hoy he vuelto al pueblo. Está casi desierto. Las barcas, alineadas, cabecean en la pleamar. Los gatos ni nos miran. Aquella ventana era la de Vicente y Charo. En aquel balcón se asomaba Iñaki. En esa piedra nos sentábamos cuando volvíamos de la romería de Aingerutxu.


Sopla un frío viento del norte. Desde esas escaleras nos tirábamos de cabeza al agua. Solo quedan dos barcos de aquella flota que ocupaba todos los bolardos. Ya no está el bote de Kepa. Ya no está Kepa. Ni Andrés. Ni Carmen. Ni mi madre sentada en el muelle.

Comienza a llover. Aquella casa era la de Begoña. En la de al lado vivía Mikel. Sigue el bar de Santi. Las redes están recogidas. La cofradía, cerrada. Seguro que desde las casas de arriba alguien vigila nuestro paseo nostálgico por los muelles.

Cierro los ojos y el pueblo se llena de siluetas, de olores, de sol de verano, de risas, de un tiempo feliz, pasado. Mi padre no bajará nunca más por esa sinuosa calzada. Abro los ojos. Un pescador rema para salir a txipirones. La mar está rizada.

Vamos –digo-. Y al subir la pronunciada cuesta dejo atrás tanto espacio de mi vida que hasta que pasamos Gernika no vuelvo a hablar.

CASI SIEMPRE

 

Casi siempre

he vivido sin vivir en mí

y ahora, 

que he encontrado éste cuerpo presente,

en el que vivo y a veces, pervivo,

quiero darle una mano de pintura

a mis partes más viejas y oxidadas.

Ahora tengo obligación de cuidar mi viejo cuerpo

y de limpiar mi alma de mierda acumulada.

OLVIDAR...NO

 


Olvidar...no,


olvidar es luchar contra la memoria grabada a fuego,


y lo que fue... fue...


y lo que ahí está 


ahí se debe quedar.


Y olvidar ¿qué?


que fui olvidado


o que me olvidé de que te había olvidado,


olvidar es quedarse en medio del vacío de la noche,


olvidar es renunciar a lo aprendido


y es renegar de todo lo vivido.


Y ya sea bueno y ya sea malo


yo os puedo jurar


que yo no olvido.



FORGES

 


 

EQUILIBRIO IMPERFECTO



                      Cada uno tiene su momento y yo estoy viviendo el mío y desde hace como trece meses (esto decía en el 2.013, año en el que empecé a escribir). Trece que bonito número, más bonito que doce, el año debía tener trece meses como el calendario Celta y todo debía ser múltiple de trece, como los chinos piensan que el ocho que les trae suerte y casi todo tiene que terminar en ocho o en múltiplo del ocho. Antes de que se me escape el mes trece y entre de lleno en el catorce, tengo que decir varias cosas. Primero, que en cambio de trece meses parece que han pasado trece días, trece días-meses de mucha gloria y arduo sufrimiento. El tiempo, salvo por sus prisas angustiosas, ha sido bondadoso conmigo, me ha regalado momentos inolvidables, otros de recuperar sensaciones perdidas, otros de vivir nuevas experiencias, otras de disfrutar de nuevos descubrimientos. Pero no todo ha sido felicidad, que va, hubo momentos de sufrimientos y miedos, hubo dudas, hubo arrepentimientos, hubo penas y lloros, hubo un poquito de todo. Y ahí está la grandeza de estos trece meses, que hubo de todo un poco y eso equivale a vida y elevado al cubo.

                    Yo no disfruto viviendo eternamente en un jardín lleno de flores, me gusta sí (más bien me encanta), pero no de continuo y siempre conviviendo con las mismas plantas y flores. Pues a mi también me gusta el campo con sus malas hierbas, me gustan los desiertos y los descampados de los barrios, igual que me gusta el mar y el bosque y el agua de un río. Me gustan los contrastes y no sólo verlos, sino que también, vivirlos. Hay personas que buscan sólo el equilibrio perfecto y se fijan esa meta para andar por la vida, la meta de la perfección del equilibrio perpetuo. Yo eso lo respeto, pero no lo comparto, pues yo busco siempre el equilibrio, pero a base de andar de un lado al otro un poco descontrolado. Hombre, sin escorarte demasiado hacia un lado, sino después ni equilibrio ni hostias. Las personas que se escoran demasiado hacia un lado, se quedan encasquilladas o en la depresión o en la euforia constante de su inmensa alucinación.

                     Yo viví escorado durante mucho tiempo hacia el lado de la depresión y la verdad es que no saco grandes conclusiones. Quizá, que se sufre demasiado gratuitamente. Quizá que sólo te ves tu ombligo. Quizá que te encierras tanto en ti, que al final no sabes como salir de tu propia celda. Pero por suerte no muchas veces más. Pero en concreto de esa vez, fue un puñado de años. Y sinceramente el quizá que yo más siento, es el haber perdido todo ese valioso tiempo. Tiempo echado por la borda y ese es el quizá que más me duele y más me sangra.

                    Ahora bien, ¿qué sería de mí sin ese tiempo perdido?, ¿podría estar como estoy ahora?. Puede que sí, pero eso no tampoco me reconforta, pues igualmente me sigue doliendo el tiempo perdido. Por eso mi obsesión no es tener el equilibrio perfecto o imperfecto (que también). Mi obsesión, es recuperar el tiempo perdido y por eso no me doy licencia para entretenerme, ni para pasear, ni para darse una vuelta por el precioso muelle de mi pueblo. Lo mío es obsesivo y no entro en si es lo correcto (que estoy seguro que no, que no lo es), por eso hablo de mi equilibrio imperfecto (mi obsesión, es otra de mis imperfecciones). Hay que tener en cuenta, que no existen fórmulas magistrales y universales sobre el  equilibrio de una persona. Hay líneas maestras y como tales, son imperfectas y se hacen aún más imperfectas cuando cada persona se las aplica o se las adapta. Parto que cada persona es un mundo distinto. Por tanto, cada uno debe buscar su equilibrio, su equilibrio imperfecto. Yo mientras tanto, sigo ganando el pulso al tiempo o mejor dicho, pensando que se lo gano y haciendo lo que puedo con mi equilibrio imperfecto.

MINIMALISTA

 



 

Decir en 3 o 4 palabras

 lo que se podía decir en 16,  

 esa es mi meta, 
una de mis metas,
...escribir poco 
y decir mucho...
o decirlo todo a la vez y al mismo tiempo 
pero en 3 o 4 palabras.
Pero es lógico suponer
que todos, sin excepción,
somos igual de primarios
y queremos que con apenas nada se diga todo.

ÉRAMOS


No cabíamos todos dentro de aquél tugurio,

éramos pocos pero parecíamos muchos,

íbamos de sobrados y de sobreexcitados,

éramos invencibles, intocables,

sobrepasados e ingobernables,

éramos pocos pero hablábamos mucho

y ladrábamos más...

pero mucho más de lo que os podáis imaginar.

Y ahora, el paso del tiempo

nos hizo sordos, mudos y cuerpos viejos

y de toda aquella amalgama de ideas

sólo quedan las cenizas de aquella hoguera...

MI JARDÍN DEL EDÉN

 


Si tras la verja de mi casa,

hay espacios vacíos 
por donde circula la vida a su libre albedrío,
por dentro de la verja
está la vida en su estado más puro.


Y esto no lo digo por decir,
lo digo porque es evidencia que cae a peso,
porque la vida se palpa en cada losa de cemento,
en cada pino y en cada fruto de un árbol crecido,
y en cada pensamiento, palabra, deseo y gesto,
hasta en los gritos de los chiquillos
y hasta en sus lloros inconsolables,
todo es vida en mi jardín del edén.


La vida florece por todos los rincones,
las flores se ríen a carcajadas
 y se divierten a su manera,
los jazmines se perfuman de esencias nobles,
la madreselva trepa y trepa, 
y hasta alcanzar la cima de su osadía.


Todo  es un canto a la vida
 en éste jardín olvidado de la mano de dios,
desde el perro que ladra al viento
hasta la tortuga que anda sin caparazón.
Desde el difícil equilibrio del camaleón 
hasta la culebra que sisea para adormecer a la presa.
Todo es vida a mi alrededor
y yo he sido nombrado
su fiel cuidador.


Mi jardín es una olla en ebullición constante,
y es como una burbuja de aire en un colchón.
En mi jardín las flores no son flores,
son corazones que laten hasta la extenuación,
y hasta la sombra de la buganvilla,
no es una sombra cualquiera, 
y es un tesoro escondido
al que pusieron nombre de sombra.



La vida allí, en mi jardín,
está tejida por una inmensa araña,
 los hilos que la unen
son finos hilos de terciopelo,
y en el centro de la telaraña,
aparecen colgadas,
cuatro letras como soles brillantes,
VIDA.


Y éste es mi jardín del Edén,
un jardín que no tiene estatuas de bronce,
ni baldosas con escaleras de vil cemento,
ni estanques artificiales con un chorro de agua en el medio,
simplemente, hay tres niños preciosos,
tres niños que irradian vida por sus ojos,
un perro, una tortuga,
unas culebras 
un camaleón buscando su eterno tesoro
y unos cuantos pinos grandiosos,
cuatro árboles frutales
y unas ganas bestiales
de que ese jardín siga creciendo
y que nunca deje de crecer.

LA PUNTA DE UN ICEBERG

 Ahora todo es más difícil los reflejos van pidiendo un descanso los tendones se relajan y contraen menos y peor que antes la vista pide aux...