UN DÍA GRIS

 Hoy es un día gris
y grises son mis pensamientos,
y también lo son, mis recuerdos,
además,
todos se han puesto de acuerdo,
para vestirse de gris.

A lo mejor, hoy sale el sol,
 a lo mejor sale,
y a lo mejor rasga la triste cremallera del cielo,
y me envía un mensaje de consuelo
y a través de un tibio y tímido rayo de sol
pero hoy estoy seguro
que se acabará muriendo en una nube gris.

Mis ideas se tiñen de moho,
mi corazón se llena de plomo gris enfermizo,
y espero como agua de mayo
el poder omnipresente de mi deseado señor,
el rey de reyes o rey sol.

Es una idea vaga y es una idea difusa,
es una idea abstracta y delirante,
es una idea más entre un millón de ideas,
y es una idea que se me atraganta,
y que hoy y por tanta ansia, 
apenas me deja respirar.

Según yo, 
soy yo el que me parezco a ti,
según tú, 
eres tú la que te pareces a mí,
no sé, hoy es un día gris,
y por tanto,
es demasiado difícil poder decidir.

Hoy, es un día del mes de Abril,
un día más de duda y confusión,
un día escogido al azar y sin más,
y hoy el azar me ha escogido a mí,
y aún no sé la razón,
y menos sé el porqué....
Pero que le voy hacer,
si hoy es un día gris
y en realidad lo que no sé
es porqué hoy...no soy capaz de decidir.




ESTACIÓN JUAN TRONCONI (Cecilia Zanelli)




Como consecuencia  de  un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido  de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las  cortinas añejas  y  vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero  mi curiosidad siempre me había ayudado  en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y  corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba,   pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando  me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato  por ese monótono terreno: pastos secos,  unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos  ya no brillaba. Pero todo parecía  haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden  y que  nadie hubiese violentado  el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por  gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían  o o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez  sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese  quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y  los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí  a su comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví  un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él  por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido  vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de  Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido  y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto,  planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.


PARA PODER OLVIDARTE

 


Para poder olvidarte,
encendí dos velas
arrinconé mis penas en la mesilla de noche
y al final, 
acabé apagando la luz.

Para olvidarte,
intenté dormir toda la noche y parte del día,
y entre tantas vueltas
la luna va y encendió su luz.

Para olvidarte
me corté las venas
y de repente, 
silbé una canción de la que me había olvidado,
y antes de perder la luz
pude ver como entorno a mi
millones de luciérnagas emprendieron su vuelo de años luz.

YO AHORA


Yo ahora

me giro hacia tí y no te veo.

Eso no quiere decir que no me acuerde de ti

 pero ahí me quedo

o hasta ahí llego y no más.

No me gusta dramatizar en demasía,

ni llamar amor perdido a un amor incomprendido,

además, 

lo mismo que la arena se escapa entre nuestros dedos,

el amor y los sentimientos

tienen sus propias vías de agua

y en cuanto cierro el puño,

siento el vacío en mi mano

y es cuando me doy cuenta

de que todo ha pasado..

PEQUEÑO INFINITO (Cristina Villanueva)


El café, los diarios, ciertas lloviznas, unas rosas rebeldes, libros en la cama, marchas, multitudes, la música de los amigos, palabras en red, un silencio poblado, algunas callecitas de Palermo, la voz de Cortázar que cuenta, los compañeros del alma de La República Española, paisajes italianos que caen abruptos para entregarse al mar, el malecón de Cuba, esas manos que cubren, la belleza del deseo abriendo la piel, jugar a tocarse con lenguaje; el alivio después que la piedra del dolor se levanta, pestañas en seda acariciando la noche; jardines a tientas, una foto olvidada, zapatos viejos, los sueños por venir, la voz que me dice no te rindas, el infinito pequeño de la vida.


NO CABE TODO EN MI MANO



No cabe todo en mi mano

y si por mi fuera

entraría el mundo y unos cuantos planetas más,

 pero no tendría cabida, el sol

y por no quemar mi delicada piel.

Yo soy más de sombras

y soy más de la profunda oscuridad de una cueva

que de la claridad nítida del agua cristalina.

¡RENCOR!

 

Lo que te mata

no siempre es lo que te desangra.

Lo que te mata a veces...

es algo que se cría debajo de tu piel,

es ese bicho infecto contagioso

 que se come la carne, 

que carcome el hueso 

y pudre la piel,

es ese mismo bicho que huele a cadáver en descomposición

y al que algunos llaman...

¡RENCOR!


¿INTELIGENCIA EMOCIONAL?


Parece que ni siquiera yo me doy tiempo para respirar con pausa. Como si de continuo se me fuera la vida, como si estuviera en mi último momento estelar, como si mañana no fuera otro día y todo por esa sensación tan ansiosa de que a lo mejor me paso y sin enterarme... al otro lado. Tengo pánico a que borren mi disco duro y anulen la memoria que existe en mí, pues después del trabajito que me ha costado y bla, bla, blá.... Repito, tengo pánico a que me conviertan en un descerebrado sin escrúpulos o en un don nadie de corcho o en un vegetal o helecho de plástico y para ser más definitivo, o en un trozo de carne con ojos. Y mira que yo no soy de miedos... pero ¡coño!, mi cerebro es mi cerebro y puede que sea lo único que tengo y sólo pensar en el hecho de que alguien me lo puede retocar, me pone en guardia y ojo avizor.
¿Miedo yo?, pues si señor. Y es que si resulta que voy a pasar la ITV de mi coco y seguramente van a decidir tocarme unos cuantos tornillos y que ya sé que algunos los tengo flojos y sueltos... pero al mismo tiempo, también conozco a los controladores del coco ajeno (los psiquiatras) y sé que se empalman fácilmente y empiezan a apretar tornillos como posesos y al final, me dejan en estado de agilipollado perpetuo (vegetativo y baboso). ¿Quién coño sabe algo del coco?. Si yo llevo años trabajando mi coco a destajo y ya veis como va el tema, casi no he tenido progresos. Vamos, que me quedé en la parte anal y guarra de la película. Me quedé con el pis, la caca, los huevos y el que te den o el que me den por el culo...
Ahora bien, que me toquen el área de la inteligencia sí que no me preocupa mucho. Aclaro, no soy ningún superdotado y en todos los tests de inteligencia que me han realizado, los resultados fueron medianos tirando a mediocres (aprobado rasurado). Además como a esos test (que dicen que son tan sesudos) les tengo una manía que no veas, pues más baja es y será mi nota media. Claro que después viene el tío que nos habla de la inteligencia emocional y nos diserta que lo verdaderamente importante, es ser inteligente emocionalmente. Por tanto y como si nada, nos indica cual es el camino hacia la estabilidad emocional (hacia el nirvana) y ahí viene la famosa empatía de los cojones. Mi amiga más odiada, la que me desquicia más que nada y nadie y la que me hace ponerme del revés y cabeza abajo. Por tanto concluyo, que por ninguno de los lados tengo remedio, que en los test de inteligencia me muevo como pez fuera del agua (boqueo) y dada mi inestabilidad emocional, tengo un cero patatero en inteligencia emocional  y además, espero seguir teniéndolo. A lo mejor todo mi problema es que soy un marciano que vino de Marte y que un día como el de hoy de hace incontables años, cayó en la isla de Menorca.

AL FINAL

 

Al final, 

siempre volvemos a nuestro lugar de origen,

y yo me veo haciéndome un hueco

en aquella playa desde la que un día cogí el vuelo,

tengo vistas a mi querida ría de Vigo,

tengo un diente de león en la loma de una duna

y hay horas en que me siento bajo el cobijo de un hermoso pino

y es que al final,

sólo somos el recuerdo de lo que siempre fuimos.

NUESTROS SUEÑOS

 

Me siento preocupado por el acontecer de los acontecimientos. Me preocupa el día a día y el aburrimiento que a veces se produce porque sí o porque no. Me preocupa la corruptela de los políticos que tenemos y todo su choriceo de ave rapaz. Me preocupan los desahuciados y los parados que hay y los que habrá. Me preocupan los derechos civiles, libertades sociales y por supuesto, las laborales. Me preocupa que esto no cambie y que tampoco haya una alternativa clara, concisa y radical. En fin, me preocupan tantas cosas que ya no sé de que tengo que preocuparme. Quizá debía empezar a preocuparme por mi...pero hoy no es el día de preocuparme de mi existencia.

Por tanto no me voy a quedar en esa fase, en  la de estar, llorar y quedarme preocupado, porque simplemente esa actitud  fomenta el inmovilismo de las ideas y corres el peligro serio de quedarte tal estatua de sal. Prefiero seguir hacia adelante y repartir estopa a todo lo que se menea y respira. Ahora bien y tengo que decirlo claro (además de a voz en grito), tampoco tengo una alternativa idónea y profundamente meditada, tengo apuntes, tengo pequeñas pinceladas que a veces están mal pintadas. Repito, tengo pinceladas y unas cuantas ideas sueltas dentro de mi hueca cabeza, pero señores ¿qué le vamos hacer?...uno es humano y yo solo no puedo con y contra todo. No puedo ser soldado en el frente y al mismo tiempo ser un ser clarividente que desglosa su estrategia y planifica sus tácticas con  rigor de una mente clara y planificada. Lo siento, no puedo diseccionarlo todo y al mismo tiempo, estarlo cosiendo. Yo creo que somos muchos los que estamos preocupados y quizá si sumamos hagamos algo, pero yo solo predicando y sin saber a quién y para quién predico, creo que no va a ser suficiente.

Me gusta creer que el mundo puede cambiar.  Me gusta pensar que puede haber igualdad y libertad y trabajo y trabajo bien pagado y en condiciones y que el hambre desaparecerá de la faz de la tierra. Sí, me gusta pensar eso, como me gusta soñar que el dinero no es necesario o que nadie nace por encima de nadie, ni que el agua potable es una propiedad privada que sirve de negociete (para unos pocos) a costa de nuestra sed. Por soñar que no quede, soñar de momento es gratis y es lo único que no
 nos pueden controlar los gobernantes de nuestro globo terráqueo... ni vía internet, ni siquiera con los drones espías o con los satélites que nos vigilan desde el espacio estelar. Los sueños son nuestros y es el último poder que nos queda. Por tanto soñemos y sigamos soñando. Y sino nos dejan soñar...pues... seguiremos soñando.

 


ME SOBRA...



 

Me sobra todo o casi todo,

me sobran las palabras que se deslizan por el cielo de mi boca,

 me sobran los sonidos guturales que salen sin más...

 Me sobra la mentira piadosa

y la lujuria mentirosa.

Me sobra el viento calmo y sosegado

y el bochorno de las tardes de verano.

Me sobra la violencia con o sin medida,

como me sobran el lloros compasivo del que quiere dar pena.

Me sobra el poder del dinero,

y el implacable capitalismo desmedido.

Me sobra todo lo mezquino,

y todo lo divino 

y que además, todo lo que no tiene sentido.

Me sobran algunas letras cuando escribo,

y añoro dar un giro contra sentido y sin sentido.

Me faltan golpes, quiebros y amagos,

como me faltan algunas letras del abecedario.

Me sobra y a veces me falta,

y me falta y a veces me sobra,

pero yo os aseguro,

que no me falta, ni me sobra,

soy tal como he nacido,

sólo que más grande, menos niño y más envejecido.

PEZ VORAZ


 Ahora soy un pez voraz por mera necesidad

y amo el mar visto desde tierra...

es otra perspectiva,

es ver el mar a vista de roca dura y seca,

siempre resistiendo la mordida brutal y espumosa,

siempre aguantando las embestidas de esos remolinos delirantes,

siempre queriendo esa paz y tranquilidad que emana la tierra sobre el mar

esa paz que siempre hemos soñado y que muy pocos conseguirán.



Y SIEMPRE CUIDARNOS

Cuidarse, cuidarme, cuidarte,
con mimo, con ganas, con celo,
con esmero, con delicado cuidado
y sin tocarte un pelo.
Acariciarte como la flor de un día,
como la lluvia fina,
como tus ojos, como los míos,
como la seda de tu blusa,
como desabrochar el botón de tu camisa,
como el hueco de tu espalda,
como la vida, como la misma vida,
como el primer día, como el primer beso,
como mis sueños, como los tuyos,
como esa nube en la que flotamos.
Y cuidarse y cuidarme y cuidarte
y siempre y siempre ¡¡¡cuidarnos!!!.
Todas las reaccio

-Belén Reyes-


 Y qué sucede

si de pronto un día

te das cuenta de que todo es mentira,

y no sabes si meterte a loca

a puta

o a suicida,

o arrancarte el alma

y sentarte en una silla

y ya

medio gilipollas,

ver cómo pasa la vida

¿Usted qué haría...?

.

Todas las reaccione

Yo, si viviera en otra tribu

 Yo, si viviera en otra tribu con distinto nombre y con otros apellidos sería el puto amo de mi mundo andaría por las aceras de mi pueblo ve...