De mi bisabuelo, maestro en un pueblo de Soria -Aldehuela de Periáñez-, heredé este libro con el sello de las Misiones Pedagógicas. Delgado, pequeño y amarillo por el tiempo, me estremece cada vez que lo abro.
Trato de imaginar, en aquellos años 30 de caciques y caminos polvorientos, la llegada de escritores, pintores, actores -mujeres y hombres- que viajaban de pueblo en pueblo cargados de libros, periódicos, cuadros, música, proyectores de películas, obras de teatro.
Esas escuelas ambulantes nacieron de la inspiración de Manuel Bartolomé Cossío y Francisco Giner de los Ríos. Entre los voluntarios estuvieron Luis Cernuda, María Zambrano, María Moliner, Rafael Dieste, Eduardo Torner, Ramón Gaya o Miguel Hernández, que lo evocó así: “En el último pueblo hicimos la segunda misión en pleno campo, proyectando el cine contra el muro de la Iglesia. Era cosa de ver los labradores sentados sobre arados y carretas volcadas, la cigüeña de la torre asustada, las estrellas temblando de frío, y yo envuelto en la capa parda de un labrador”.
Al llegar a una aldea, los misioneros se presentaban: “No tengáis miedo, no venimos a pediros nada. Al contrario, venimos a daros de balde algunas cosas. Somos una escuela ambulante. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas, donde no se necesita hacer novillos”.
No, este libro, con permiso de Ibsen, no me habla de espectros. Es un cordón umbilical.