Yo nací en el seno de una familia media
de clase media pudiente
que hasta se permitía el lujo de veranear
aunque más adelante se descubrió
que la pasta de la familia tenía un gran agujero negro
y que gracias a mi madre
(mi padre ya descansaba en el otro barrio)
pude y por los pelos,
acabar mi carrera de medicina
sin tener que pedir dinero por las esquinas.
¿Qué os puedo contar?
que tampoco nadábamos en la abundancia
y justo cuando mi padre se jubiló
se nos vieron las costuras económicas
y nuestro mundo hizo ¡crac!.
Dejamos de veranear
aunque yo había dejado de veranear unos cuantos años antes
y porque soñaba más con la revolución pendiente
que en disfrutar del verano.
Ahora
muchos años más tarde
he vuelto a aquellos veranos de pinos y agua salada,
de largas tardes bajo la sombra de una parra,
de aquél molino arruinado por el paso del tiempo
de aquellas mañanas de sol y playa
de mi primer gran amor que siempre estuvo en mi recuerdo
del puente del río
del chirrido del tranvía
de la arena mojada en la bajamar
de las noches apoyado en mi ventana
y escuchando el suave bramido del mar
y de los senderos que recorría en mi bici
mientras iba pensando
si es así la vida
me quedaré con ella.