
De Santiago de Compostela, recuerdo que también fueron tiempos de
clandestinidad y de revoluciones, aparte de Universidad, pero no sólo en
Santiago, también en Vigo aprendí éstas artes de esconderse, disimular,
camuflarse, escaparse y también, acojonarse. Yo a los 15 años, era una
especie de hipie ya casi en extinción y al mismo tiempo, era una esponja
que absorvía la nueva moda, la era de la revolución, la revolución
pendiente. Entre éstas dos aguas andaba y en ese verano se me ocurrió
hacer un viaje por toda España y cuando junté la pasta necesaria, me
puse un día a hacer dedo y emprendí mi viaje a lo desconocido. Por el
camino quedaron Astorga, Asturias, el Pais Vasco, Navarra, Cataluña ,
Valencia y vuelta de nuevo al hogar y por la vía recta. No fuí capaz de
completar el círculo, pues en mis planes estaba dar la vuelta a toda la
península Ibérica, pero después de un mes de dormir en los parques
urbanos y a veces en alguna pensión de mala muerte, estaba ya muy
cansado, aparte de sucio y hasta los cojones de hacerme el hipie. De
éste viaje, no saqué muchas conclusiones, quizá la de que ahí fuera,
había un mundo extraño y no conocido hasta ahora y me quedé con
la firme promesa de conocerlo más adelante.
Ese invierno, yo seguía con mis flores cultivadas dentro de mi cabeza, hasta
que un reciente amigo empezó a comerme el coco: que si las libertades,
que si los derechos sociales, que si la clase trabajadora....., y yo
enganché el anzuelo rápido y como siempre que me meto en algo, me metí
hasta el fondo y hasta las entrañas y así pronto estaba organizando
paros, manifestaciones y asambleas. Sin apenas darme cuenta, ya estaba
metido hasta las trancas y ahí aprendí a saber manejarme en ese
submundo, que es la clandestinidad. Las reuniones eran de 3 o 4
personas, no más, por cuestiones de seguridad. Para llegar al sitio
previamente concertado, había que cumplir una serie de normas, que
estaban dentro del catálogo de la clandestinidad. Pasar por comercios
con amplio ventanal y a través de su reflejo ver si alguien te seguía,
pararse a atar un cordón del zapato y observar, dar unas cuantas vueltas
a la manzana antes de entrar y por fin ver a las ventanas del piso de
reunión, si las persianas estaban alzadas, era vía libre y si estaban
bajadas, es que había un problema y había que acudir a la próxima cita
en otro lugar ya concertado con anterioridad.
Esta película de ciencia-afición, se repetía en cada reunión. Esto le
daba sabor a miedo, pero tambien la daba emoción y ésta emoción siempre
era más grande, que la propia reunión. La salida, era de uno en uno, con
espacios de cinco minutos y ya en la calle ya no nos conocíamos en
absoluto. Desde aquí, desde ésta célula clandestina, organizábamos todo:
asambleas, pintadas, manifestaciones,...El resto del trabajo era
transmitir órdenes a diestro y siniestro y hacer que se cumplieran. En
mi Instituto, recuerdo las asambleas, los paros y demás protestas, que
organizábamos. Recuerdo el día en que el Director del Instituto se puso a
llorar en la clase, por tanto lío montado y allí mismo, delante de
todos y con las lágrimas cayendo por sus mejillas, anunció su dimisión. A
nosotros no nos dió mucha pena, no eran tiempos para penas y menos para
lágrimas, eran tiempos de luchas y de reivindicaciones. ¡Así era de dura la revolución!.