CINCINNATI (Manuel Vilas). Blog "Rua das Pretas"
Llegué casi a la medianoche a Cincinnati,media hora de taxi desde el aeropuerto hasta el hotel,y las luces de la ciudad al final de la autopista.
Al día siguiente vi el río Ohio y mi alma se alegró.
Desde una colina vi el río dividiendo dos Estados,a un lado Kentucky, al otro Ohio,con sus puentes, sus barcos, sus camiones,y abajo, el agua turbia, y los rascacielos de la ciudad.
Me decía a mí mismo la palabra Cincinnati,como una oración, como una palabra sagradaque le robara a la oscuridad un sol merecido.
Llamé a mi hijo pequeño a España para decirle que estaba aquí,en esta ciudad y al lado de este río,y nadie descolgó el teléfono.
Vi que llevaba cuarenta llamadas realizadas.
Comí en un restaurante asiático,comí arroz y un pez de agua dulce,era un día primaveral, con brisa y luz,y pensé: ojalá encontrara trabajo aquí,una casa, una familia, unos hijos, un perro.
Ojalá encontrara aquí un sol merecido.
Y decía todo el rato Cincinnati,porque parecía una palabra sanadora,porque parecía una palabra italiana,porque parecía la palabra perfectapara decir adiós a quien fui.
Después de comer hice la llamada cuarenta y uno.
Me alojé en el Fairfield, un hotel agradableen el barrio de la universidad, había gente jovenpor las calles, gente alegre, bebiendo cerveza,di un paseo y otra vezdije Cincinnati, porque es una fiestaesa palabra, un desfile de íes que bailan en mi alma.
Quiero vivir treinta años más, Cincinnati,quiero llegar a ser octogenario.
Necesito toda la vida del planeta Tierra.No puedo morir ahora,cuando me quedan tantas cosas por hacer. Hice otra llamada.
Hola, hijo, estoy en Cincinnati,es una ciudad preciosa,¿qué quieres que te compre, cariño?,terminé diciéndole a la recepcionistaafroamericana del Fairfield en español,y ella no entendió ni una palabra,pero al menos me escuchaba,y me miró con ojos incrédulos,pero también apenados.
Abril del año dos mil dieciocho,tengo cincuenta y cinco años,y dije mil veces la palabra Cincinnati.
Como los erizos (Luis Cernuda)
"Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis.Las siguientes páginas son el recuerdo de un olvido."
"Como los erizos, ya sabéis, los hombres un día sintieron su frío. Y quisieron compartirlo. Entonces inventaron el amor. El resultado fue, ya sabéis, como en los erizos.
¿Qué queda de las alegrías y penas del amor cuando éste desaparece? Nada, o peor que nada; queda el recuerdo de un olvido. Y menos mal cuando no lo punza la sombra de aquellas espinas; de aquellas espinas, ya sabéis.
Las siguientes páginas son el recuerdo de un olvido."
YO PIDO Y EXIJO
Yo pido y exijo,
pero primero y antes de nada
tengo que estar en el sitio que corresponde.
Yo desde las alturas contemplo la luna,
ella me pide que le encienda las luces del cielo,
y yo como soy gigante
primero,
le regalo de sombras y agujeros negros
y después
la ilumino con la magia de mis dedos...
PIEDAD BONNETT
"Para mis días pido Señor de los naufragios no agua para la sed, sino la sed, no sueños sino ganas de soñar.
Para las noches,
toda la oscuridad que sea necesaria
para ahogar mi propia oscuridad".
NACE UN AMOR EGOCÉNTRICO
Vivo entre mis ecos, murmullos y suspiros,
hablo mucho solo
me como las uñas hasta morder hueso
y cuando me quiero querer
dejo fluir mis sentimientos hacia adentro
y de ahí
nace un amor egocéntrico.
Vivo entre mis ecos, murmullos y susurros,
hablo mucho solo
me como las uñas hasta morder hueso
y cuando me quiero querer
dejo fluir mis sentimientos hacia adentro
y de ahí
nace un amor egocéntrico.
TRAFICANTES DE TIEMPO (Irene Vallejo)
«Igual que tú, el niño siente la impaciencia del deseo —lo quiero ya—, pero no puede comprender la razón de la prisa. Para qué sirve la rapidez, cuando el placer consiste en entretenerse, remolonear y ser lentos. Qué inexplicables le parecen vuestras bruscas urgencias, los espabila, los venga vamos, los así no llegaremos nunca. Experto en demoras, se recrea en cada juego, en el peldaño de cada escalera, en cada excursión, como una historia interminable. Tu hijo intuye que el amor exige prodigalidad temporal. Si quieres a alguien, le das tu sosiego, tu desaceleración, tu olvido de los relojes.Sin embargo, tu pequeño sibarita tiene serios competidores: cada instante, los dispositivos digitales y sus voraces pantallas batallan por secuestrar nuestras horas. Los gigantes tecnológicos codician miradas absortas para subastarlas en un frenético mercado de la atención. Las aplicaciones y las redes sociales son gratuitas solo en apariencia. No pagamos por ellas porque el producto es en realidad otro: nuestro tiempo. Hechizados por imágenes palpitantes y estímulos adictivos, regalamos información sobre nuestros gustos, movimientos, opiniones, miserias y sueños. Cuanto más, mejor: alimentamos bancos de minutos y bases de datos que las empresas venderán al mejor postor y que retornarán en forma de publicidad y propaganda personalizadas. Somos nosotros quienes estamos en venta.En los años setenta, antes de la expansión de Internet y los primeros móviles, un autor de literatura infantil, Michael Ende, escribió una fábula visionaria sobre el saqueo de nuestro tesoro temporal. Los habitantes de una gran ciudad empiezan a recibir la visita de unos misteriosos hombres vestidos de gris, agentes de la Caja de Ahorros del Tiempo. Estos persuasivos recién llegados prometen suculentos intereses a la gente que deposite en su banco las horas ahorradas cada día: en lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente; reduzca el contacto cotidiano con su anciana madre a unas breves palabras; mejor aún, alójela en un buen asilo, pero barato, donde cuidarán de ella; no pierda ni una fracción de sus preciosos días en cantar, leer o en compañía de sus amigos. Los traficantes de tiempo van conquistando calladamente la sociedad, sin ninguna resistencia. La ansiedad, la urgencia y una prisa obsesiva se apoderan de la gente, que sigue ciegamente los consejos de los trajeados hombres grises tomándolos por decisiones propias. “Un negocio difícil, sangrarles el tiempo a los hombres, segundo a segundo. Nosotros nos lo quedamos, lo necesitamos, lo ansiamos. No sabéis lo que significa vuestro tiempo. Pero nosotros lo sabemos y os lo chupamos hasta la piel. Y necesitamos más, cada vez más”. Solo Momo, una niña huérfana que vive entre las ruinas de un anfiteatro romano, y la mágica tortuga Casiopea consiguen desenmascarar y derrotar a los grises banqueros que aspiran el humo de instantes usurpados.Frente a nuestro empeño en digitalizar la educación, los gurús informáticos de Silicon Valley están criando a sus hijos sin pantallas. En los carísimos colegios privados de la meca tecnológica, los niños hacen sus cuentas con lápiz, cuartillas y arcaicas pizarras provistas de tizas de colores. Algo huele a podrido en California, cuando los propios cocineros prohíben a su familia saborear el mismo plato que nos ofrecen.En la mitología clásica existió una divinidad llamada Momo, como la niña de Ende. La legendaria Momo encarnaba la burla irreverente hacia todos, incluso contra los habitantes del Olimpo: opinaba con ironía que la creación de los seres humanos estaba sobrevalorada. A su juicio, los dioses deberían haber previsto una pequeña puerta en el pecho que permitiera vigilar nuestras verdaderas ideas y sentimientos sinceros. No imaginaba que, algunos milenios más tarde, regalaríamos con ligereza datos vitales sobre nuestra salud, nuestras ideas políticas y nuestros secretos, auténticas semillas de control. Hoy, esa portezuela que soñó Momo existe, y ciertas empresas la abren para hurtarnos el tiempo y la intimidad con la ganzúa de nuestras horas cautivas».
«Igual que tú, el niño siente la impaciencia del deseo —lo quiero ya—, pero no puede comprender la razón de la prisa. Para qué sirve la rapidez, cuando el placer consiste en entretenerse, remolonear y ser lentos. Qué inexplicables le parecen vuestras bruscas urgencias, los espabila, los venga vamos, los así no llegaremos nunca. Experto en demoras, se recrea en cada juego, en el peldaño de cada escalera, en cada excursión, como una historia interminable. Tu hijo intuye que el amor exige prodigalidad temporal. Si quieres a alguien, le das tu sosiego, tu desaceleración, tu olvido de los relojes.
Sin embargo, tu pequeño sibarita tiene serios competidores: cada instante, los dispositivos digitales y sus voraces pantallas batallan por secuestrar nuestras horas. Los gigantes tecnológicos codician miradas absortas para subastarlas en un frenético mercado de la atención. Las aplicaciones y las redes sociales son gratuitas solo en apariencia. No pagamos por ellas porque el producto es en realidad otro: nuestro tiempo. Hechizados por imágenes palpitantes y estímulos adictivos, regalamos información sobre nuestros gustos, movimientos, opiniones, miserias y sueños. Cuanto más, mejor: alimentamos bancos de minutos y bases de datos que las empresas venderán al mejor postor y que retornarán en forma de publicidad y propaganda personalizadas. Somos nosotros quienes estamos en venta.
En los años setenta, antes de la expansión de Internet y los primeros móviles, un autor de literatura infantil, Michael Ende, escribió una fábula visionaria sobre el saqueo de nuestro tesoro temporal. Los habitantes de una gran ciudad empiezan a recibir la visita de unos misteriosos hombres vestidos de gris, agentes de la Caja de Ahorros del Tiempo. Estos persuasivos recién llegados prometen suculentos intereses a la gente que deposite en su banco las horas ahorradas cada día: en lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente; reduzca el contacto cotidiano con su anciana madre a unas breves palabras; mejor aún, alójela en un buen asilo, pero barato, donde cuidarán de ella; no pierda ni una fracción de sus preciosos días en cantar, leer o en compañía de sus amigos. Los traficantes de tiempo van conquistando calladamente la sociedad, sin ninguna resistencia. La ansiedad, la urgencia y una prisa obsesiva se apoderan de la gente, que sigue ciegamente los consejos de los trajeados hombres grises tomándolos por decisiones propias. “Un negocio difícil, sangrarles el tiempo a los hombres, segundo a segundo. Nosotros nos lo quedamos, lo necesitamos, lo ansiamos. No sabéis lo que significa vuestro tiempo. Pero nosotros lo sabemos y os lo chupamos hasta la piel. Y necesitamos más, cada vez más”. Solo Momo, una niña huérfana que vive entre las ruinas de un anfiteatro romano, y la mágica tortuga Casiopea consiguen desenmascarar y derrotar a los grises banqueros que aspiran el humo de instantes usurpados.
Frente a nuestro empeño en digitalizar la educación, los gurús informáticos de Silicon Valley están criando a sus hijos sin pantallas. En los carísimos colegios privados de la meca tecnológica, los niños hacen sus cuentas con lápiz, cuartillas y arcaicas pizarras provistas de tizas de colores. Algo huele a podrido en California, cuando los propios cocineros prohíben a su familia saborear el mismo plato que nos ofrecen.
En la mitología clásica existió una divinidad llamada Momo, como la niña de Ende. La legendaria Momo encarnaba la burla irreverente hacia todos, incluso contra los habitantes del Olimpo: opinaba con ironía que la creación de los seres humanos estaba sobrevalorada. A su juicio, los dioses deberían haber previsto una pequeña puerta en el pecho que permitiera vigilar nuestras verdaderas ideas y sentimientos sinceros. No imaginaba que, algunos milenios más tarde, regalaríamos con ligereza datos vitales sobre nuestra salud, nuestras ideas políticas y nuestros secretos, auténticas semillas de control. Hoy, esa portezuela que soñó Momo existe, y ciertas empresas la abren para hurtarnos el tiempo y la intimidad con la ganzúa de nuestras horas cautivas».
TRAFICANTES DE TIEMPO (Irene Vallejo)
Artículo publicado en El País Semanal el 6/12/2020
«Igual que tú, el niño siente la impaciencia del deseo —lo quiero ya—, pero no puede comprender la razón de la prisa. Para qué sirve la rapidez, cuando el placer consiste en entretenerse, remolonear y ser lentos. Qué inexplicables le parecen vuestras bruscas urgencias, los espabila, los venga vamos, los así no llegaremos nunca. Experto en demoras, se recrea en cada juego, en el peldaño de cada escalera, en cada excursión, como una historia interminable. Tu hijo intuye que el amor exige prodigalidad temporal. Si quieres a alguien, le das tu sosiego, tu desaceleración, tu olvido de los relojes.
Sin embargo, tu pequeño sibarita tiene serios competidores: cada instante, los dispositivos digitales y sus voraces pantallas batallan por secuestrar nuestras horas. Los gigantes tecnológicos codician miradas absortas para subastarlas en un frenético mercado de la atención. Las aplicaciones y las redes sociales son gratuitas solo en apariencia. No pagamos por ellas porque el producto es en realidad otro: nuestro tiempo. Hechizados por imágenes palpitantes y estímulos adictivos, regalamos información sobre nuestros gustos, movimientos, opiniones, miserias y sueños. Cuanto más, mejor: alimentamos bancos de minutos y bases de datos que las empresas venderán al mejor postor y que retornarán en forma de publicidad y propaganda personalizadas. Somos nosotros quienes estamos en venta.
En los años setenta, antes de la expansión de Internet y los primeros móviles, un autor de literatura infantil, Michael Ende, escribió una fábula visionaria sobre el saqueo de nuestro tesoro temporal. Los habitantes de una gran ciudad empiezan a recibir la visita de unos misteriosos hombres vestidos de gris, agentes de la Caja de Ahorros del Tiempo. Estos persuasivos recién llegados prometen suculentos intereses a la gente que deposite en su banco las horas ahorradas cada día: en lugar de media hora, dedique un cuarto de hora a cada cliente; reduzca el contacto cotidiano con su anciana madre a unas breves palabras; mejor aún, alójela en un buen asilo, pero barato, donde cuidarán de ella; no pierda ni una fracción de sus preciosos días en cantar, leer o en compañía de sus amigos. Los traficantes de tiempo van conquistando calladamente la sociedad, sin ninguna resistencia. La ansiedad, la urgencia y una prisa obsesiva se apoderan de la gente, que sigue ciegamente los consejos de los trajeados hombres grises tomándolos por decisiones propias. “Un negocio difícil, sangrarles el tiempo a los hombres, segundo a segundo. Nosotros nos lo quedamos, lo necesitamos, lo ansiamos. No sabéis lo que significa vuestro tiempo. Pero nosotros lo sabemos y os lo chupamos hasta la piel. Y necesitamos más, cada vez más”. Solo Momo, una niña huérfana que vive entre las ruinas de un anfiteatro romano, y la mágica tortuga Casiopea consiguen desenmascarar y derrotar a los grises banqueros que aspiran el humo de instantes usurpados.
Frente a nuestro empeño en digitalizar la educación, los gurús informáticos de Silicon Valley están criando a sus hijos sin pantallas. En los carísimos colegios privados de la meca tecnológica, los niños hacen sus cuentas con lápiz, cuartillas y arcaicas pizarras provistas de tizas de colores. Algo huele a podrido en California, cuando los propios cocineros prohíben a su familia saborear el mismo plato que nos ofrecen.
En la mitología clásica existió una divinidad llamada Momo, como la niña de Ende. La legendaria Momo encarnaba la burla irreverente hacia todos, incluso contra los habitantes del Olimpo: opinaba con ironía que la creación de los seres humanos estaba sobrevalorada. A su juicio, los dioses deberían haber previsto una pequeña puerta en el pecho que permitiera vigilar nuestras verdaderas ideas y sentimientos sinceros. No imaginaba que, algunos milenios más tarde, regalaríamos con ligereza datos vitales sobre nuestra salud, nuestras ideas políticas y nuestros secretos, auténticas semillas de control. Hoy, esa portezuela que soñó Momo existe, y ciertas empresas la abren para hurtarnos el tiempo y la intimidad con la ganzúa de nuestras horas cautivas».
EL "PERO" (Eduardo Sacheri)
“El "pero" es la palabra más puta que conozco -. "te quiero, pero..."; "podría ser, pero..."; "no es grave, pero...". ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve para dinamitar lo que era, o lo que podría haber sido, pero no es.”
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