Bajando de la plaza de la Quintana, por unos escalones de piedra, llegamos a la plaza de las Platerías. Una plaza pequeña, pero muy bella y con duende ( en la foto de la izquierda). Que se rodea casas con blasón y a su vera, está la omnipresente Catedral de Santiago de Compostela. En el medio tiene una fuente, de la que emergen cuatro o seis cabezas de caballo y de su boca sale un chorro de agua. Aquí recuerdo sentarme en sus escaleras y también a oír algunas actuaciones musicales. Con esa sonoridad más recogida, más íntima, más envolvente, en la que se mezclan las notas musicales, con el sonido de los chorros del agua.
Al lado de ésta placita de plata, está la calle de los vinos, la calle de "El franco". En la que cada portal es un bar o es al revés, en que cada bar es un portal, da igual. En ésta misma calle, no recuerdo la fecha, se hacía el "Paris - Dakar". La diferencia era que no se hacía con coches, sino que se hacía andando y dando tumbos y la gasofa era vino. Daba la casualidad, que al principio de ésta calle, había un bar que se llamaba París y al final de la misma, había otro que se llamaba Dakar. Esta era una carrera de vinos y había que entrar en todos los bares, e ir tomando un vino tras otro y uno en cada bar. Participaban bastantes, pero llegaban muy pocos.
En ésta calle llena de bares, había uno que me encantaba, "El Gato Negro". Era una tasca auténtica, con una barra pequeña y al fondo unas cuantas mesas. Me acuerdo, que el día que iba a por el giro postal, el que me traía la pasta gansa, lo primero que hacía era acudir a éste bar a pedirme una nécora, sólo una, pues la pasta no daba para más. La saboreaba, la olía y por supuesto me la comía. Las manos no me las lavaba durante tres días, así me llevaba su perfume a mar.

Alberga además en sus fauces otra placita muy coqueta, no me acuerdo de su nombre, pero si tengo su fotografía en mi memoria. Me acuerdo de cada rincón, de su fuente, de su luz, de su vida. Enfrente de ella está un edificio precioso, "El Palacio de Fonseca", que en su día fue un palacio y en aquel momento era una Facultad, la Facultad de Económicas. Un edificio digo de ser visitado. Seguimos la calle y ésta, nos vomita al final a una Alameda. Que es como todas las Alamedas, llena de árboles y plantas, sólo que ésta tiene un encanto especial, como se ve en la fotografía. Para llegar a su punto más álgido, aún hay que andar un buen tramo, pero merece la pena, pues allí se encuentra su punto mágico, desde él, se ve la ciudad con su catedral y con sus iglesias de postal y el granito que brota como lava de un volcán.
Después de esto, es mejor dejarlo todo e irse a comer, para así digerir tanta belleza. Al final de la comida, recomiendo una copa fría de un buen orujo casero. Será una explosión por dentro, un calor, un sudor y una bomba nuclear. A continuación, es aconsejable un buen paseo, para hacer la digestión, y es buen momento para volver sobre nuestros pasos y recorrer las calles que rodean a la Catedral, ya que dada la hora, las calles están semivacías y se puede observar en todo su esplendor, cada rincón que nos enseñan las piedras.

Los días de lluvia, es precioso recorrer las rúas por sus soportales y al abrigo de la lluvia y ver como ésta cae en finas cortinas y como el pavimento del suelo se llena de reflejos. Si a uno le empieza a entrar el frío, hay una solución, en la "Rúa Nova", hay un bar pequeño, más bien diminuto, donde sólo caben dos o tres personas y por tanto se llenaba fácilmente. Y en el que sirven un mejunje, que se llama "tumbadios". Ya os figuráis el brebaje, aguardiente mezclado con licor café, ¡¡que mejor combinación!!. Lo tomas y ya entras en calor, es como el Nescafé, instantáneo y por la boca te salen llamas como las del dragón. Ahora sí, ¡que importa el frío, la lluvia, el hielo o la nieve!, después de semejante subidón...