ESTACIÓN JUAN TRONCONI (Cecilia Zanelli)

 





Como consecuencia  de  un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia,  cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.
No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido  de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.
Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.
Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las  cortinas añejas  y  vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero  mi curiosidad siempre me había ayudado  en situaciones y lugares difíciles.
Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y  corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba,   pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.
Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando  me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol ardía. Caminé un buen rato  por ese monótono terreno: pastos secos,  unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos  ya no brillaba. Pero todo parecía  haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden  y que  nadie hubiese violentado  el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por  gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían  o o escaparían al oír nuestros pasos.
El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez  sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese  quedado en las paredes tantos años.
Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?.
Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.
Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba?. Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y  los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.
Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí  a su comprensión:
_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…
Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.
Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Ví  un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él  por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido  vibrante cuando lo amaba.
No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de  Roque Pérez.
La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido  y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.
Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.
Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía?. ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba allí. Había manejado tanto,  planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.
Bajé del auto y caminé.
El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.
La casa de Manuel…ya no existía.
En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.




*De Cecilia Zanelli

UN DÍA GRIS

 


Hoy es un día gris
y grises son mis pensamientos,
y también lo son, mis recuerdos,
además,
todos se han puesto de acuerdo,
para hoy, vestirse de gris.

A lo mejor, hoy sale el sol,
 a lo mejor sale,
y a lo mejor rasga la triste cremallera del cielo,
y me envía un mensaje de consuelo
y a través de un tibio y tímido rayo de sol
que se acabará muriendo en una nube del camino.

Mis ideas se tiñen de color gris plata,
mi corazón se llena de plomo gris enfermizo,
y espero como agua de mayo
el poder omnipresente de mi deseado señor,
el rey de reyes o rey Sol.

Es una idea vaga y difusa,
es una idea abstracta y delirante,
es una más entre un millón de locas ideas,
es una idea que se me atraganta,
y que hoy, apenas me deja respirar.

Según yo, 
soy yo el que me parezco a ti,
según tú, 
eres tú la que te pareces a mí,
no sé, hoy es un día gris,
y por tanto,
es demasiado difícil poder decidir.

Hoy, es un día del mes de Abril,
un día más de duda y confusión,
un día escogido al azar de la suerte,
y el azar me ha escogido a mí,
y aún no sé la razón,
y menos sé el porqué....
Pero que le voy hacer,
si hoy es un día gris
y en realidad lo que no sé
es lo que hoy...voy hacer.

ROGANTES Y ARROGANTES

 

  Hay arrogantes y rogantes. 

Estos últimos, son los que ruegan e imploran  por la vida y de por vida (son los rogantes o suplicantes), es decir son unas lindas ladillitas vestidas de humanos. Y los primeros o arrogantes, son esos individuos altaneros, que dicen estar por encima de todos y de todo, en consecuencia te tratan con el desprecio de que le otorga su arrogancia y como si fueran poseedores de un título nobiliario. Después hay los regantes, pero estos sólo riegan y además no se meten con nadie. 

Rogantes hay muchos por la vida, los hay ladinos y son expertos simuladores o sea que ruegan pero parece que no lo hacen y los hay descarados y estos últimos ruegan con todo su desparpajo. Yo de preferir a alguno de ellos, prefiero a éstos últimos (a los descarados), por lo menos van de frente y dando la cara. Los rogantes ladinos o ladillas escondidas, son bichos asquerosos y grimosos que van de lindas mariposa y en el fondo son unas larvas.

                        Los arrogantes son prepotentes y presumidos, les gusta demostrar sus logros y ostentarlos con todo su orgullo de macho alfa. Pero además les gusta el desprecio, es decir cada logro de ellos. es un insulto para los demás. Por lo menos es lo que pretenden (Su primera intención es pasarte todos sus logros por delante de tus narices y para que así te hundas y no levantes cabeza). Pero el que lo consigan, también depende de si tú los dejas, es decir cuando un gallo de éste tipo empieza con su alardeo y despliegue de plumas, justo en ese momento, hay que tener la agilidad de cortarles el rollo ipso facto, porque si no después ya irán más sueltos y más creciditos y será más difícil poder pararles los pies.. .
                       La peor "cualidad" de un arrogante es su desprecio, te ven como ve un gigante a una pequeña hormiguita toda desprotegida, te ven con cara de perdonavidas y el mensaje es más que claro... él viene a ser dios y tú una mierda pinchada en un palo. Se debería de usar la táctica de ser mucho mejor que él (que no siempre se hace y no siempre se consigue), es decir si él  tío alardea de algo y piensa que es el no va más del universo, pues tú siempre vas a ser más y le cuentas otra que hiciste y que en realidad no hiciste, pero que siempre y sea como sea, supere su puta historia de fantasma. Como decía el otro: "Para chulo mi pirulo", lo mismo pero con otras palabras más finas.

                       Al arrogante le gusta tener público, pues su humillación hacia ti casi carecería de sentido. O sea que en plan personal pasan de humillarte, pero cuando están en grupo, ahí es donde demuestran su verdadera condición de víboras. Les encanta el tema de la humillación y poner el pie sobre el cadáver del que ellos consideran como su enemigo. El único consuelo, es que el arrogante se gusta demasiado y tanto se gusta que al final, se dejará llevar por su instinto de asesino en serie reprimido ( ya les gustaría serlo) y entonces tiene que llegar un momento en el que traspasarán la frontera de la humillación. Y ahí, es donde se le puede pillar y es el instante idóneo para dejarlo en ridículo y así bajarle sus putos humos de cabrón (y con redobles de tambor y todo). Es su punto más débil, ùes cuando se sienten creciditos se ponen blanditos. Cuando pillas a uno bien, te quedas satisfecho para muchos años y siempre te quedarás en disposición a que si viene el siguiente con su arrogancia de mierda, que ya verás como se le caerán los anillos y los dientes al suelo. Y sin dientes, son como lindos tiburones de agua dulce.

Una foto con mi padre | Hernán Casciari | TEDxRíodelaPlata

LA SOLEDAD Y LA INTELIGENCIA

 

 

Hoy leí una frase de esas lapidarias que hoy en día están tan de moda y decía: "Los inteligentes disfrutan de su soledad, los demás la llenan con cualquier persona". Hombre...pues por eso digo que es un tanto lapidaria o la coges o la dejas y digo yo y ¿porqué no puede haber un poco de las dos cosas?, léase, solitario pero con alguien y que ese alguien no fuera "cualquier persona". Pero bueno, éstas frases se hacen para que alguien que se siente inteligente (lo cual, no quiere decir que realmente lo sea), realce aún más su figura de de solitario inteligente presumido.

Es una frase que sirve para el que se encuentra sólo y como no tiene otra recurso más a mano que explique esa determinada situación, pueda acudir al consuelo de su presumible inteligencia. Pues yo (y hablo de mi) me considero inteligente (pero sin pasarse, tampoco) y estoy más sólo que la una y el que esté sólo no lo achaco a mi inteligencia. Además que esa frase indica desprecio hacia los demás y es que suena... "a si estás bien acompañado es que eres lo contrario, un buen descerebrado". Suena a frase de consuelo y ya que estoy más sólo que la una, me voy a dar un baño con mi ego inteligente.

Permitidme que saque conclusiones: el que se considere inteligente que se dedique a cultivar su inteligencia y con o sin compañía. Y que los demás (los no tan inteligentes) hagan o hagamos lo mismo, pues los unos y los otros, o sea todos están en su pleno derecho. La soledad es una opción más que hay en la vida y que puede ser perenne o ser pasajera y creo que su disfrute no tiene nada que ver con la inteligencia del individuo. En mi caso, la soledad vino a quedarse y os puedo asegurar que no es debido a mi coeficiente intelectual. Yo opté por ella y estoy encantado con ella.

¿DE DONDE VIENE EL MUNDO?

 

¿De donde viene el mundo?. 

Es una buena pregunta que parece un poco de pardillo. 

El mundo viene de donde quiere y de como más te guste, la cuestión es unir el pasado a tu futuro, es darle la forma adecuada, es darle un sentido y para ello puedes partir del principio del origen del todo o coger de unos años para aquí y desde donde te salga de los cojones... pues la cuestión final es la misma y es que el mundo puede ser una mierda o puede ser una maravilla. Vamos, que saber de donde venimos no nos va a dar la solución de nuestro futuro y si la fuera, pues para eso están las mentes calenturientas que se dedican a interpretar el origen del mundo y los principios de nuestra historia.

Yo quiero decir... que está muy bien analizar el pasado, pero sin olvidar el presente y lo que nos queda por delante. 

Y no es que me ponga en plan flamenco y que me importe una mierda nuestra procedencia, pero a lo que no estoy dispuesto es que las tradiciones se conviertan en nuestras cadenas humanas e inhumanas. 

Si hay que romper con todo, se rompe, si hay que destrozar los prejuicios, se destrozan sin dejar ninguno a flote y entonces vendrán otros tiempos futuros que seguramente no conocemos. Pero en sí, la duda sobre nuestro futuro es buena, la duda nos hace avanzar. 

Pues resulta que en la sociedad en la que vivimos, la duda no está permitida o está infravalorada. Ser un tío seguro por fuera y aunque por dentro estés temblando, tiene un valor casi absoluto y serás calificado como una persona frágil y débil (y eso socialmente está castigado).

Entonces, si estás seguro de ti mismo y te basas en el pasado ciegamente, serás la hostia bendita y serás el puto rey de las tradiciones más ancestrales. Yo odio (odio...de esa manera que al final no es tanto) a los que interpretan el mundo basándose en que siempre se hizo así y toman ese hecho como una verdad inamovible y como si fuera un acto de fe. 

Que nadie se sorprenda con que en estos tiempos negros en que vivimos resurjan los odios racistas más profundos, las envidias más cochinas, las patrias feudales con sus castillos medievales y por supuesto que se imponga de nuevo la Santa Inquisición y venga a rodar cabezas.

 Lo antiguo, siempre hay que verlo desde una perspectiva de que fueron otros tiempos y que haremos lo que sea para extraer de ellos lo mejor que han tenido, pero eso sí, a la vez repudiando lo malo y lo peor. 

Cosa que no hacen los yidahistas y católicos y protestantes más ortodoxos, pues ellos sólo quieren volver a lo más oscuro y más primario de nuestro pasado. Y eso a mi personalmente, me resulta aterrador.


 

VIEJOS HUESOS...


Viejos son mis huesos

mis pobres y delicados huesos

que poco a poco se deshacen como el yeso

y que una vez al día,

chillan mi nombre

y después, se cagan en él  y en mi esencia...

dolor de vieja patria sin bandera,

dolor de estructura porosa y frágil,

dolor de reclamo,

de exigencia,

y de cagarse en toda mi existencia.

SEPTIEMBRE

 


                      Ahora me acuerdo de cuando el mes de Septiembre era un mes precioso de necesidad. Era cuando se daba por finiquitado el caluroso verano y el sentir como poco a poco y al lento  paso de los días de Septiembre, nos iba envolviendo la mano húmeda del dulce otoño. Volvía la adorable lluvia después de un seco y siempre agresivo verano. Eran Septiembres de vendimias y siempre me acompañará ese olor a uva fermentada de la vendimia y el intenso olor de la tierra mojada. Yo tengo un hermoso jardín lleno de olores, algunos son olores ancestrales cosechados hace mucho tiempo (infancia, niñez, pubertad), otros son más recientes en el tiempo (estudiante, adulto y pasado de rosca) y por fin, otros son actuales y a los que intento, darles forma y contenido con plantas y flores aromáticas (los aromas me inundan de recuerdos y de los más bellos momentos). Y digo, lo intento y porque no siempre consigo. Yo guardo en mi empobrecida memoria de viejo ya medio caduco, el olor a la Naftalina en forma de pequeñas bolas escondidas en los cajones de mi infancia. De vez en cuando me viene un agradable olor a Hierba Luisa que me encandila mi Pituitaria. O a Manzanilla. O a café de pota. Y en los Septiembres me penetra ese olor a tierra mojada y a uva fermentada, aparte del suave aroma de la paja humedecida en los pajares y a maíz recién cortado y a punto de ser desmigado.


                       Septiembre también es mes de grandes y profundas mareas vivas y todo el mar subía más que nunca y todo el mar bajaba hasta dejar la playa casi desnuda. Claro que ahora vivo rodeado de mar Mediterráneo y el bajar y el subir de las mareas, es mínimo y hasta a veces pienso que es, ridículo. Yo quiero morir mirando al Océano Atlántico (me gustaría) e ir poco a poco apagando mis cansados ojos al mismo tiempo que iría bajando la marea y el momento más sublime de mi muerte coincidiría con el máximo punto de bajada. Bueno también, querría sonidos naturales y que se escuchara al mar en su batir de olas y al viento, levantar arena y espuma. Y en esa cadencia casi perfecta y casi sublime, ir apagando mis velas vitales. En mi tierra gallega se prefiere morir como sea (supongo que siempre será lo mejor posible), pero que te entierren mirando al mar. Es decir, lo que realmente importa a mis paisanos, es que los entierren mirando al mar. Y yo como no creo en la vida después de la muerte, pues pido y ruego que cuando esté en mis últimos estertores, que alguien me acerque hasta mi Océano Atlántico y que allí me deje morir en paz.

                      Mi visión del mundo y de las cosas la quiero tener y retener antes de picar billete para el otro barrio. Después de muerto, me da igual que me incineren, que me entierren o que me den por el culo. Quién sabe, a lo mejor al otro lado se encuentra la felicidad ideal. Pero yo expongo mis dudas al respeto, pues yo creo que si hemos tenido momentos felices, esos son los que tenemos que retener y nuca olvidar. Y yo nunca fui más feliz en mi vida, que cuando viví en mi tierna y a veces sufrida infancia, pegado al Océano Atlántico y todas las noches escuchaba su maravilloso concierto de olas y no puedo olvidar, todas las ganas acumuladas que me entraban de ponerme a volar. Y por supuesto, que nadie se olvide de ponerme delante los colores otoñales de Septiembre: el sol tangencial dando en mi cara (color ocre con hermosas sombras oscuras otoñales). Las hojas entre verdes y marrones. El mar azul pero mucho más oscuro que en verano. La lluvia en los charcos. El suave gris del cielo. Los reflejos en la arena mojada de la playa. La luz lejana de aquél faro. El cielo pintado de estrellas fugaces. La luna de septiembre, más hermosa que nunca. Y yo de pie y apoyado en mi ventana y percibiendo cada sonido del viento.

CAEM LAS HORAS (Sara Mesa)






Caen las horas como gotas de aceite,
pesadas, lentas, doradas, tibias.
El aire está inflamado de plegarias,
de cánticos oscuros y enigmáticos.
Yo sé que algo sucede.
Debe de ser que es jueves y algo pasa los jueves.
Debe de ser que es lunes y algo pasa los lunes.
Debe de ser que es sábado y algo pasa los sábados.
¿Por qué no quedan huellas de mis pies
en este asfalto ardiente?
Debe de ser que no peso bastante.
Debe de ser que está lejos la arena.
Debe de ser que el tiempo pasa lento
y aún no te he encontrado.

Se suceden las horas como un hondo rosario,
como un rosario en sombras.
Yo debería pensar ahora en otras luces,
nadar con otros peces.
Aquí estoy resguardada.
La lluvia no me moja.
Mis párpados se cierran sin asombro.

El tiempo pasa lento;
no duele, no me toca.



Sara Mesa

Yo, si viviera en otra tribu

 Yo, si viviera en otra tribu con distinto nombre y con otros apellidos sería el puto amo de mi mundo andaría por las aceras de mi pueblo ve...