
"La soledad es un navío submarino, una torre junto a un río brumoso donde un hombre, Hölderlin, que ha perdido la razón, murmura hexámetros griegos y escribe extraños mensajes firmados con el nombre de Scardanelli. La soledad es una isla, un faro que alumbra la noche como la única ventana iluminada de una ciudad, una mezquina habitación, en Méjico, en cuyo dintel se apoya el silencioso invitado que la ocupaba, súbitamente enfermo, y se derrumba despacio, como si lo tragara la muerte, en el amanecer del 5 de noviembre de 1963. La soledad es un extranjero que camina por las aceras de Sevilla, de Madrid, de Londres, mirándose en los escaparates o espiando los cuerpos que pasan y se reflejan en ellos con los mismos ojos asombrados por la belleza y el deseo que nos siguen mirando 20 años después de su muerte: pálido y joven, el bigote exiguo, el pelo negro y brillante por el fijador, usa botines y camisas de seda y guantes de tacto tan sensitivo como el de las manos que cubren, y ama con igual pasión las sonatas de Mozart y los lentos blues que lo conducen , como trenes nocturnos o blancos vapores del Mississipi, a un Sur de ligeros paisajes dormidos en el aire donde ningún placer ha sido prohibido, donde la desesperación o la culpa —esa mirada cobarde, esas manos enguantadas que no se atreven a la caricia— no tachan la hermosura de ningún cuerpo. La soledad, que vuelve invisibles a los hombres, es Luis Cernuda, invisible y solo, desterrado de todas las cosas y de todas las ciudades desde el día en que tuvo uso de su razón y de su cuerpo hasta esa mañana de un lejano noviembre que nadie se ha acordado de conmemorar a tiempo, como si transitara por la posteridad tan sigilosamente como lo hizo por la literatura y la vida, como si a pesar de las antologías y los homenajes residiera para siempre en ese lugar del olvido donde quiso que estuvieran su corazón y su memoria".