Mis demonios, son como todos los demonios o sea tienen rabo y cuernos y echan fuego por la boca y por el culo, por lo menos los míos, pues son tipo cohetes. Mis demonios fueron gigantes, inmensos, universales y omniprentes y convivieron dentro de mí durante mucho tiempo, yo fuí su hogar y su cuna, pues a medida que moría uno, crecía el otro o crecían dos o tres y todos en el mismo parto. Yo acuné a mis demonios y no le dí de mamar porque no podía, pero por el resto, fueron como unos niños mimados y consentidos. Yo sufrí la dominación de mis diablos y hasta que practiqué mi exorcismo particular no me libré de ellos.
Pues ahora, que estoy libre y exortizado y ¡manda carallo!, ¡los echo de menos!. Pasa muchas veces, que te acostumbras tanto a una cosa, que después te entra el Síndrome de Estocolmo y acabas echando de menos aquél sótano de la tortura y todo lo que él arrastraba: las lágrimas, el dolor, el miedo, el frío en los huesos, la duda, el potro, los arrancamientos de uñas, los ahogamientos en el barreño lleno de agua, la suciedad de aquellos momentos y la mentira, sí, la puñetera mentira en la que has vivido y porque cuesta acostumbrarse a llevar la verdad por delante.
El exorcismo no es un quita y pon y ahora me quito el demonio y me pongo el traje de buen tío. No es tan fácil y porque la maldad es demasiada pegajosa como para que no te deje sus hilos prendidos y sus estigmas clavados. Cuesta tiempo y cuesta mucho tiempo desprenderse por completo del traje de malo o de demonio y además pasa, que la bondad resulta ser demasiado aburrida y entonces y en el último momento, tienes que hacer un plato combinado de ambas cosas y una hamburguesa de maldad y unas patatas fritas de bondad y si la tía está buena o potente, pues unos cuantos besos de propina.
Pues ahora, que estoy libre y exortizado y ¡manda carallo!, ¡los echo de menos!. Pasa muchas veces, que te acostumbras tanto a una cosa, que después te entra el Síndrome de Estocolmo y acabas echando de menos aquél sótano de la tortura y todo lo que él arrastraba: las lágrimas, el dolor, el miedo, el frío en los huesos, la duda, el potro, los arrancamientos de uñas, los ahogamientos en el barreño lleno de agua, la suciedad de aquellos momentos y la mentira, sí, la puñetera mentira en la que has vivido y porque cuesta acostumbrarse a llevar la verdad por delante.
El exorcismo no es un quita y pon y ahora me quito el demonio y me pongo el traje de buen tío. No es tan fácil y porque la maldad es demasiada pegajosa como para que no te deje sus hilos prendidos y sus estigmas clavados. Cuesta tiempo y cuesta mucho tiempo desprenderse por completo del traje de malo o de demonio y además pasa, que la bondad resulta ser demasiado aburrida y entonces y en el último momento, tienes que hacer un plato combinado de ambas cosas y una hamburguesa de maldad y unas patatas fritas de bondad y si la tía está buena o potente, pues unos cuantos besos de propina.