El destino les separó y desde hacía unos meses vivían alejados el uno
del otro y ésta era una
situación nueva y no exenta de riesgos. Se
habían conocido en la Facultad, mejor dicho, él se había fijado en ella y
ella se había dejado fijar. Eran miradas furtivas que a veces se
cruzaban en la Cafeteria o en los pasillos o en las Asambleas. Pasaron
meses hasta el día en que él se decidió a cambiar la situación, iba
siendo hora de saber si debajo de las miradas furtivas había algo más.
Él había averiguado donde vivía ella y ese día se presentó en su casa.
Llamó al timbre y salió ella, hubo un silencio tenso, pero él ya tenía
sus palabras ensayadas y la emplazó a tener una pequeña conversación. Él
temblaba por dentro, por fuera no sabía si se notaba.
Sin más preámbulos, pasaron a la habitación de ella y él dijo lo que
tenía que decir, lo que había ensayado mil veces: me gustas y me
gustaría conocerte. Ella no quedó sorprendida y del tema no dijo nada.
pero el tema quedó suspendido en el aire, como si ella aceptara el
envite, pero sin decir que lo aceptaba. Se intercambiaron palabras, y
mientras las miradas profundizaban en los ojos del otro, tanteándose
cada vez más a fondo. Pasarían 2 horas y ella decidió dar el siguiente
paso: si quieres quédate a dormir, le dijo. Y él ya no contestó,
simplemente se desvistió y se metió en su cama.
Así pasaron meses y meses, se veían un par de veces por semana y hacían
el amor sobre cualquier sitio e intercambiaban risas y palabras hasta la
madrugada. Se llegaron a querer hasta la extenuación, hablaban del
presente y del futuro inmediato, más allá de ésta barrera, había como un
acuerdo implícito de que no se debía hablar de ello. Ella iba dos
cursos por delante que él y le quedaba un año para acabar la carrera y
asi sin tocar el tema eran felices, ¿para qué tocarlo?, si ellos se
podían querer igual o eso es que pensaban en aquél momento..
Hasta que llegó el día de su despedida. Ella, había acabado los
estudios y le ofrecieron trabajar en un sitio lejano, lejano para
aquellas, porque en realidad el sitio estaba a menos de 60 kilómetros,
pero el problema estaba en la falta de medios de transporte y con la
dificultad añadida de que era un lugar recóndito. Siguieron viéndose los
fines de semana, como dos al mes e intercambiaban los viajes. Unas
veces era él que se desplazaba y en otras era ella.
Pero la lejanía no se medía sólo por las distancias, la lejanía se
medía y sobre todo se medía, por vivir en dos mundos distintos, en dos
mundos antagónicos. Él seguía inmerso en ambiente estudiantil y con su
revolución pendiente y ella sobrevivía en medio de un pueblo perdido. El
destino ya se sabía cual era, sólo había que esperar el día en que se
cumpliera. Las visitas de ella, eran un esfuerzo por su parte, pues
salía de ambiente hostil, hostil para ella, no para sus habitantes y se
metía de lleno en el irreal ambiente estudiantil, ¡menuda
esquizofrenia!. Él, cuando iba al pueblo, no dejaba de sentirse extraño y
sólo se encontraba cómodo cuando se quedaban a sólas y si esto no le
llegaba, pensaba en que sólo eran dos días y que después ya volvería a
su refugio estudiantil.
Esas pequeñas
incomodidades se fueron agrandando en el tiempo y aunque ellos hacían
esfuerzos para ocultarlas, ellas estaban ahí y cada vez ocupaban más
espacio. Y eso que no paraban de reirse, de hablarse y de quererse y de
disfrutar de cada instante. Él la agasajaba con sus encantos, que él
siempre pensó que eran físicos y dia tras día se lo buscaba enfrente del
espejo y no se enteraba que su encanto residía en lo que él irradiaba,
su halo de cariño, su halo de ternura, su halo de querer vivirlo todo y a
ella le encantaba y se dejaba querer y también quería y acababa
desplegando sus plumas, sus plumas de princesa.
Él
intentaba mantener la atención de ella y multiplicaba sus números de
payaso: un día hacía un striptis, que por cierto lo hacía fatal, pero
ahí estaba la gracia y siempre acababa con el número del cactus y dejaba
caer su pene sobre un cactus con todas sus púas erizadas y a
continuación le quitaba la maceta y el cactus quedaba suspendido como
una ladilla de su pobre pene. O el número del cuchillo, que empezó
siendo con los dedos y con un cuchillo y acabó sustiyendo los dedos por
el pene y el tema consistía en poner el pene sobre una mesa y ir
clavando el cuchillo a ambos lados, pero a ritmo frenético y a cada vez
más cerca del pene. Él tenía una gran variedad de números y en cada uno
los dos se morían de risa, se volvían dos chiquillos. El encanto de
ella, estaba más en su forma de ser, aunque también en su físico: pues
también irradiaba y como irradiaba, su risa, sus ocurrencias, su mala
leche, su ternura, su cariño, su boca, sus labios, su cuerpo, sus senos,
sus ojos marrones y pequeños, su pelo ondulado, su mirada que derretía
voluntades. Y claro, a los ojos de él, era la persona más bella que
había bajo las estrellas.

Pasaron meses y cada uno
siguió viviendo en su esquina, se seguían viendo los fines de semana,
pero cada vez se alargaban más los espacios, por trabajo, por
exámenes,etc. Y llegó el día, el día en que se cernieron las tinieblas
sobre ellos. El llegó al pueblo y como siempre se fueron a dar una
vuelta, para reconocerse y tantearse un poco y él empezço a notar algo
extraño, nada en concreto, eran pequeños detalles sin importancia, pero
sumados decían algo. Lo notaba por la forma de dar besos, por las
abrazos menos tiernos, por las caricias más huidizas, pero se cayó y no
dijo nada, simplemente esperó a que esas malditas palabras salieran de
su boca.
Y así fué llegada la noche, ella no pudo
aguantar más y le dijo, que se había enrollado con otro y es más, que le
había planteado dudas sobre ellos. Él tenía que entender que ella
estaba sóla en aquél pueblo perdido y bla, bla, bla...y que en
definitiva se iba con él a la ciudad donde él vivía. Él se quedó pasmado
e incrédulo y eso que se lo esperaba, pero no de esa manera, en que
ella se fuera a una ciudad lejana y a vivr con él otro. Él no podría
luchar por recuperarla, estaba totalmente vendido y un precipicio cubrió
su cabeza. Él estaba tan desbordado que lo primero que se le ocurrío
fué decir que bajaba al bar a por una botella de champán, necesitaba
estar un rato a sólas.
Mientra bajaba ya empezó a
notar las primeras naúseas del llanto, pero supo o quiso contenerse.
Subió de nuevo y al llegar descorchó la botella e hizo un brindis por
los dos y por todo lo que se querían y habían vivido juntos, no fueron
capaces de beberse el champán, a ambos se les hizo un nudo y estallaron
en un mar de lágrimas. La noche transcurrió entre viejos recuerdos,
entre caricias entrecortadas, y entre promesas de que ya nos veremos. El
día se mostró por la ventana y aún seguían llorando y cada vez sus
abrazos eran más dubitativos. Se despidieron con el primer barco que
salía del puerto, el día era de verano pero llovía y eso aún aumentaba
la sensación de tristeza. Él se subió en el barco y con la promesa de no
darse la vuelta, pero le fué imposible y por última vez se dió la
vuelta y vió aquellos ojos llenos de lágrimas y con las heridas del
agotamiento y de nuevo a medida que se alejaban se dejaron inundar por
las lágrimas.
Pasaron meses, quizás un año y no
supuieron nada el uno del otro. Los dos vivían con la apariencia de
sentirse bien, aunque el dolor a veces era insoportable. Y ella se
presentó un día en la casa de él y pasaron juntos esa noche. Hablaron y
hablaron pero sin entrar en los sentimientos, los dos tenían miedo a
entrar en ese terreno, pues los dos sabían que él no se podía ir con
ella y ella que no se podía quedar con él. Aún ahora él se pregunta el
porqué, pero había como algo preestablecido o quizá fuera porque la
fuerza de su amor era precisamente esa, que si le querían dar forma se
derrumbaría. Ella volvió otra vez, y juntos disfrutaron de sus cuerpos
hasta el amanecer. La tercera vez que ella lo visitó, lo hizo en plan
sorpresa y ella de buena mañana entró en su habitación y se quedo
paralizada viendo que él no estaba sólo, que estaba con alguien. Ella
empezó a darse la vuelta y él sólo le dió tiempo de pronunciar su
nombre, y ella ya cerraba la puerta. Él se vistió como pudo y salió
corriendo hacia la calle y llamándola a gritos y ella ya no estaba,
simplemente había desaparecido.
En años no se
volvieron a ver y él seguía echándola de menos. Hasat que un día el se
fué a Madrid a coger una plaza de opositor. Y en medio de aquél tumulto
de opositores, a lo lejos vió un rostro que le resultaba conocido, no se
lo podía creer, era ella. A él le pasaron ráfagas de recuerdos, al
tiempo que la veía andar, y los recuerdos y las dudas y los pensamientos
y todo se enmarañó y él se quedó petrificado. Él no hizo nada, bajó sus
ojos hacia el suelo y no se atrevió a volver a mirar, estaba muerto de
pánico. Pensó que él no era el de antes, aquél tio que irradiaba y
expandía seguridad y ternura y que ahora era todo lo contrario: inseguro
e incapaz de transmitir nada y después de éste negativismo, escogió la
senda de la cobardía y cuando alzó su vista, ella ya no estaba y él se
quedó conforme, pero no tranquilo. Y esto lo hizo sin saber que sería la
última vez que la vería.
Paso el tiempo y como dije
no se volvieron a ver, bueno ella le hacía visitas esporádicas y a veces
se cuela entre los sueños de él y él supone, que ella en sus sueños
también le recibe. De todas formas, él llegó a pensar que mejor así, que
esa relación fué lo que fué y se hizo tan grande porque siempre flotó
en una nube de algodón y los intentos de bajar de la nube, siempre
determinarían su fracaso. Así que ha quedado ahí, ahí guardada entre
recuerdos de lo que una vez fué y de lo que pudo ser, entre los sueños
que nunca realizan. Los mejores sueños son esos, los sueños que nunca se
pueden realizar, sino perderían el halo mágico que les envuelve.