LOS VIEJOS, COMO YO

 

Los viejos -como yo-
andamos como los cangrejos,
hacia atrás
y removiendo viejas historias con olor a naftalina.
Los viejos -como yo-
vivimos pensando que nos vamos a morir al día siguiente
y cuando ese día llegue
nos moriremos convencidos
que la vida ha sido como un suspiro.













Yo que un día te quise siempre

 

Yo que un día te quise siempre,


                                                               me encontré de repente,

                                                     que te quise tan solo ese día.

                                                  Pero ese día... ¡te quise tanto!

                                         que mi mandíbula desde ese instante,

                                             se quedó cerrada a cal y canto.


 















Yo que un día te quise siempre,


me encontré de repente,

que te quise tan solo ese día.

Pero ese día... ¡te quise tanto!

que mi mandíbula desde ese día,

 se quedó cerrada a cal y canto.

Alejandra Pizarnik

 

Una de las cosas que me fascina más es ver el empleo que hacen de su tiempo las personas que veo, que conozco. Y me fascina porque envidio profundamente a aquellas personas que "tienen tiempo para todo". Yo no he cesado de perder tiempo desde que nací. Nunca hice nada y nunca tuve tiempo para hacer nada.



















UNO DE MIS RINCONES PREFERIDOS

 

Uno de mis rincones preferidos de mi querido y añorado, Santiago de Compostela. Aunque todo hay que decirlo, la foto no es ni mucho menos lo que refleja la realidad. La realidad es cuando menos, ¡que apabullante!. 

 






















LUIS EDUARDO AUTE

 





La vida es eso...

 

 La vida es eso...

es lo que tienes delante y lo que vas dejando detrás.

¿futuro?...

futuro no hay, no existe

hay el día siguiente y poco más.

La vida

es suma, es resta

y a veces se convierte y sin saber porqué

en una noche siniestra.

La vida es madurar y desandar

es dar un paso hacia el no se sabe donde

y a la vez, es desandar

y volver para intentar comprender 

lo que eras ayer.



 

MARWAN

 




DESOLACIÓN DE UNA QUIMERA (Antonio Muñoz Molina)

 

"Alguien ha escrito que no se puede amar impunemente la belleza. Los perros de Acteón persiguieron y desgarraron a su dueño, que había cometido la audacia de contemplar a Diana mientras se bañaba desnuda. En una de sus narraciones en prosa, Luis Cernuda, que amaba Grecia porque también en ella está el imposible Sur, cuenta la fábula de Apolo y Marsias, secreta metáfora de sí mismo, y de su propio destino: Marsias, con exaltada inocencia, reta a Apolo y le disputa la primacía en el ejercicio de la música, y el dios, vengativo y celoso, lo condena a un suplicio atroz, porque la poesía y la música son dones que sólo a los dioses pertenecen, y el hombre que los arrebate para sí merecerá el mismo castigo que Prometeo.
La soledad es Luis Cernuda, y también el destierro, y la huida, y el oficio inútil de escribir y no resignarse a la muerte en vida de quien ha sido abandonado por una pasión y un cuerpo: No es el amor quien muere, escribió, somos nosotros mismos. Pero el suyo fue un destierro íntimo y definitivo, una señal de ceniza que iba siempre con él como el color de sus ojos o los gestos de sus manos y que lo separaba de los otros hombres mucho antes de que la guerra y la distancia lo alejaran de España".

















 



A VECES ES FINLANDIA (Hernán Casciari)

 

«El 14 de noviembre de 1995 maté sin querer a la hija mayor de mi hermana,
haciendo marchatrás con el auto.
Entre el impacto seco, los gritos de pánico de mi familia y el descubrimiento de que en realidad había chocado contra un tronco, ocurrieron los diez segundos más intensos de mi vida. Diez segundos durante los que me aferré al tiempo y supe que todo futuro posible sería un infierno interminable.
Yo vivía en Buenos Aires y había viajado a Mercedes para festejar el cumpleaños número ochenta de mi abuela paterna
(por eso recuerdo la fecha exacta: porque en unos días mi abuela cumplirá noventa,
porque en unos días se cumplirán diez años de esto que ahora narro y que me marcó como ninguna otra cosa, ni buena ni mala, en la vida).
Festejábamos el aniversario de mi abuela con un asado en la quinta; ya estábamos en la sobremesa familiar. A las tres de la tarde le pido prestado el auto a Roberto para ir hasta el diario a entregar un reportaje. Me subo al coche, vigilo por el espejo retrovisor que no haya chicos rondando y hago marchatrás para encarar la tranquera y salir a la calle.
Entonces siento el golpe, seco contra la parte de atrás del auto, y se detiene el mundo para siempre.
A cuarenta metros, en la mesa donde todos conversan, mi hermana se levanta aterrada y grita el nombre de su hija. Mi madre,
o mi abuela, alguien, también grita:
—¡La agarró!
Entonces me doy cuenta de que mi vida, tal y como estaba transcurriendo, había llegado al final. Mi vida ya no era.
Lo supe inmediatamente. Supe que mi sobrina, de tres años, estaba detrás del auto; supe que, a causa de su altura, yo no habría podido verla por el espejo antes de hacer marchatrás; supe, por fin, que efectivamente acababa de matarla.
Diez segundos es lo que tardan todos en correr desde la mesa hasta el auto.
Los veo levantarse, con el gesto desencajado, veo un vaso de vino interminable cayendo al suelo. Los veo a ellos, de frente, venir hasta mí.
Yo no hago nada; ni me bajo del coche,
ni miro a nadie: no tengo ojos que dedicarle al mundo real, porque ya ha empezado mi viaje fatal en el tiempo, mi larguísimo viaje que en la superficie duraría diez segundos pero que, dentro mío, se convertirá en una eternidad pegajosa.
En ese momento (no sé por qué es tan grande la certeza) no tengo dudas sobre lo que acabo de hacer. No pienso en la posibilidad de que sea un tronco lo que he embestido, ni pienso que mi sobrina está durmiendo la siesta dentro de la casa. Lo veo todo tan claro, tan real,
que solamente me queda pensar por última vez en mí antes de dejarme matar.
“Ojalá el Negro me mate” —pienso—, “ojalá sea tan grande su enajenación de padre salvaje, tan grande su rabia, que me pegue hasta matarme y no me dé la opción de tener que suicidarme yo mismo, esta noche, con mis propias manos, porque soy cobarde y no podría hacerlo, porque cometería la peor de todas las bajezas: me iría a Finlandia”.
Utilizo esos diez segundos, los últimos de calma que tendré en toda mi vida, para pensar en quien ya no seré nunca más.
Tenía casi veinticinco años, estaba escribiendo una novela larguísima y placentera,
vivía en una casa preciosa del barrio de Villa Urquiza, con una mesa de pinpón en la terraza y toda la vida por delante, trabajaba en una revista donde me pagaban muy bien, tenía una vida social intensa, era feliz, y entonces mato a mi ahijada de tres años y se apagan todas las luces de todas las habitaciones de todas las casas en las que podría haber sido feliz en el futuro. Lo pienso de ese modo, desapasionadamente, porque ya no tengo ni cuerpo con el que temblar.
En esos diez segundos, en donde el tiempo real se ha roto literalmente, en donde el cerebro trabaja durante horas para instalarse en un recipiente de diez segundos,
descubro con nitidez que mis únicas opciones —si mi cuñado no me hace el favor de matarme allí mismo— son las de huir
(huir de inmediato, sobornar a alguien y escapar del país) o suicidarme. Lo que más me duele, tal como están las cosas, es que no podré volver a escribir literatura, ni a reír.
Durante mucho tiempo, durante años enteros, me siguió sorprendiendo la frialdad con que asumí la catástrofe en esos diez segundos en que había matado a mi sobrina.
No fue exactamente frialdad, sino algo peor: fue un desdoblamiento del alma,
una objetividad inhumana. Me dolía saber que ya no podría escribir, que en el suicidio o en la huida —aún no había optado con qué quedarme— no existiría esa opción: la de los placeres.
Podía irme a Finlandia, sí, a cualquier país lejano y frío, podía no llamar nunca más a mi familia ni a los amigos, podía convertirme en fiambrero en un supermercado de Hämeenlinna, pero ya no podría volver a escribir, ni amar a una mujer, ni pescar.
Me daría vergüenza la felicidad, me daría vergüenza el olvido y la distracción.
La culpa estaría allí involuntariamente,
pero cuando comenzara la falsa calma o el olvido momentáneo, yo mismo regresaría a la culpa para seguir sufriendo. La vida había terminado. Yo debía desaparecer.
Pero si desaparecía, qué. Qué importancia podía tener darles a ellos la serenidad de no ver nunca más al asesino. Ellos, mi familia, los que ahora corrían lentamente desde la mesa al coche para matarme o para ver el cadáver de un niño, podrían creerme exiliado, lleno de dolor y de miedo, temeroso y ruin,
o agorafóbico; o podrían sospecharme loco, como esas personas que pierden el rumbo y la memoria después de los terremotos; alucinado, mendigo, enfermo; podrían hasta perdonarme pues me creerían fuera de toda felicidad, fuera de todo placer. Matarían a quien blasfemara mi memoria diciendo que se me ha visto reír en una ciudad finlandesa, a quien dijera que se me ha visto beber en un bar de putas, o escribir un cuento, ganar dinero, seducir a una mujer, acariciar un gato,
pescar bogas o dar limosna a un marroquí en el metro. No creerían que alguien (ya no yo en particular, sino que nadie) fuese capaz de semejante flaqueza, de tan penoso olvido,
de matar y no llorar, de escapar y no seguir pensando en la tarde de verano en que una niña de tu sangre ha muerto bajo las ruedas del coche.
Diez segundos eternos hasta que alguien ve el tronco y todos olvidan la situación.
Nadie, ninguna de todas las personas que almorzaban aquella tarde de hace diez años en Mercedes, recuerda ahora esta anécdota. Nadie ha tenido pesadillas con estas imágenes: sólo yo me he despertado transpirado durante años enteros, cuando esos diez segundos regresan por la noche sin el final feliz del tronco; para ellos no ocurrió más que la abolladura de un guardabarros al final de la primavera.
Nada malo pasó aquella tarde, ni nada malo ocurrió, antes o después, en mi vida.
Han pasado diez años desde entonces y todo ha sido un remanso en el que nunca lo irreversible se ha metido conmigo.
¿Por qué entonces, en estos días, siento que he cumplido sólo diez, y no treinta y cinco años? ¿Por qué le doy más importancia a esta fecha en que no maté a nadie, que a aquella otra fecha anterior en que salí de mi madre dando un grito eufórico de vida?
¿Por qué algunas noches me despierto y descubro que me falta el aire, y recuerdo como real el frío de una cabaña en Finlandia,
y me encuentro con las hilachas de la angustia y el exilio, y me ahoga la cobardía de no haber tenido la voluntad de suicidarme?
Es la fragilidad de la paz la que nos devuelve al escalofrío y a la incertidumbre. Es la velocidad infernal de la desgracia, que acecha como un águila en la noche, la que sigue allí escondida para quitarnos todo y dejarnos aferrados a un volante y pensando que la única opción es morir solos en Finlandia, con los ojos secos de no llorar.
Por suerte, casi siempre es un tronco y vivimos en paz. Pero todos sabemos, por debajo de la risa y del amor y del sexo y de las noches con amigos y de los libros y los discos, que no siempre es un tronco.




 


















María Calcaño | "Grito indomable"

 


Como van a verme buena
si me truena
la vida en las venas.
¡Si toda canción
se me enreda como una llamarada!
y vengo sin Dios
y sin miedo…
¡Si tengo sangre insubordinada!
Y no puedo mostrarme
dócil como una criada,
mientras tenga
un recuerdo de horizonte,
un retazo de cielo
y una cresta de monte!
Ni tú, ni el cielo
ni nadapodrán con mi grito indomable.






















 


ALMUDENA GRANDES


 

VELETA

 

Unos nacen sabidos.

Otros en cambio,

nacen tristes y compungidos

o alegres de risa floja

y hasta los hay que nacen, 

tocapelotas...

Pero a mí me ha tocado

ser un espíritu libre pero contradictorio

o ser un tío, veleta

porque en definitiva

todo lo que hay en mí

depende de donde venga el viento.


 













VIDA...

 

La vida es aquí y ahora.

Mientras respiras exhalas vida.

Mientras duermes te crecen los sueños.

Mientras te escucho oigo el latido de tus pulsaciones

y la ronca queja de tus vísceras huecas.

El presente,

es lo que tocas,

es lo que sientes,

es lo que dices y es lo que quieres,

todo forma parte de ese gran circo llamado, vida.


 

















CUIDAREMOS

 

Cuidaremos con extrema delicadeza, 
de lo más entrañable.

Haremos con lo cotidiano y repetitivo, 

una inmensa hoguera.

Cuidaremos de nosotros mismos

con mimo y con cariño.

Seremos vástagos e irreverentes

y nos rebelaremos contra el hambre y la injusticia.

Pediremos pan para llevarnos algo de comida a la boca

pero también

pediremos amor para saciar el hambre de nuestra alma.

 














Somos olvidos

 

Somos olvidos

con cara de que aquí no ha pasado nada.

Pero por dentro de nuestras entrañas

son olvidos que están repletos de fuego y rabia.

 




















LUIS EDUARDO AUTE

 

"La necesidad de ver el horizonte, de ver un poco más allá, es lo que nos salva. Y creo que está en todos nosotros".


ME ABURRO POR AQUÍ, ME ABURRO POR ALLÁ...

  Me aburro por aquí, me aburro por allá, haciendo esto o lo otro me aburro igualmente. O sea me aburro por los cuatro costados y me siento ...