Bueno, tanto como África no, un poco más al norte del Estrecho. En concreto en la Sierra de Cádiz, en un pueblo llamado Olvera. Me acuerdo, como si fuera hoy, que de mañana temprano conducía mi buga por las estepas andaluzas, a gran velocidad, a la velocidad del que siempre llega tarde. Con paisajes desodalores, de secarral puro y duro, de Noviembre desértico y sin una gota de agua.
Así avanzaba en el día a día y de mañana luminosa a bordo de mi coche. Al cruzar los grandes campos secanos, nubes de polvo me envolvían, a mí y a mí coche, claro. Al adentrarse poco a poco en el campo profundo, las cigarras aumentaban su cante jondo y la carretera se prestaba a pisar el acelerador, así el paseo era rápido y veloz y sin apenas interrupciones. Salvo aquel día..., ese día en que empezó todo, así de repente, sin más. Se me cruzó una rata en la carretera, después fueron dos, después cientos, miles... . pronto fueron riadas de ratas, eran ratas a mansalva.
Era de película de terror, una película como la de los pájaros, pero en cambio de pájaros eran ratas. La invasión de las ratas asesinas, "las ratas se comen un coche con su conductor dentro", noticia del periódico del día siguiente. Un conductor, de no se sabe que coche, aparece devorado por las ratas. Se pudo identificar por sus gafas, fue lo único que quedó en el lugar del lutuoso siniestro. Así que, y sin mucha destreza, mi primera intención fue instintiva, esa que dura segundos y que realmente es la que vale. Pues eso, procuré no pisarlas, todo se convirtió en un juego peligroso de frenadas y volantadas. Ya digo, que esa fue mi primera intención. Pues la segunda, fue ya más meditada y más sanguinaria. Mi coche tomó rumbo veloz y en línea recta acelerada. Yo ya no volantaba, sólo las cigarras y el ¡¡chofff!! de las ratas me acompañaba. Yo notaba que la matanza de Texas no era ya nada comparado con aquello y así con gran alborozo, entonaba el cántico de guerra: el "Kasachofff" o el "Ratachofff", haciendo coincidir el chofff del cántico guerrero, con el chofff de las ratas aplastadas. Las ratas, quedaban radiografiadas en el asfalto y hasta se les podía ver si habían tenido alguna anomalía en su anterior vida.
Tantas almas ratiles flotaban, que el aire se volvía más denso y espeso. El aire virgen de la estepa, a partir de aquellas, ya dejó de ser virgen, era aceite o era manteca de rata. El coche, fue tomando aires de camuflaje, parecía el coche del forense, ya que de sus puertas colgaban despojos de cuerpos sin alma. Mi coche parecía que anunciaba una funeraria para las ratas, iba dejando regueros de sangre y de muerte. Ya uno se iba entonando y puestos a contar, pues eso, uno iba contando los choff!! de las ratas aplastadas. Y así cada viaje era una aventura y un recuento de ratas chafladas. Hoy tenía un record de 50, mañana lo tendré de 80, por supuesto en progresión constante, vamos más o menos como la crisis o sea en contínuo ascenso.
A la vuelta, cuando ya era de noche, la cosa adquiría más enjundia. Ahora con los faros del coche iluminaba montañas de ratas, montañas de ojos hostiles, de miles de miradas asesinas, cual luciérnagas en la noche oscura, los ojos se movían, se trasladaban y estaban llenas de vida. A ellos apuntaba, pues los ojos se quedaban quietos, como hipnotizados, se les notaba el pavor en sus venas y en el silencio de esa noche negra, los sonidos del chofff!!, se rebotaban en sonidos de campanas de muerte. Al terminar semejante trabajera, mis endorfinas aún cabalgaban y yo entraba en trance, extenuado, agotado, pero satisfecho, pues de nuevo había ganado. La batalla había concluído con mis manos ensangrentadas en el fragor de la lucha. Era el reposo del guerrero, era el momento de lavarse las heridas, de quitarse las costras resecas, de saludar a la luna llena, de decir el último adiós a tanta alma en pena. ¡Y que dios me perdone, por causar tantas bajas!.