
Santiago, no sólo tiene piedra de granito, iglesias, cementerios, plazas y monumentos. También tiene como todas las ciudades, una parte nueva. Una preciosa parte nueva. Creo que los arquitectos eran todos de la once e hicieron una selección previa, a ver quién era el más ciego de todos y a ese fue al que cogieron para llevar adelante ésta gran y ardua empresa. Esta parte de Santiago, es un hervidero de edificios, de todas las
formas y tamaños, un pupurri, un diseño de pesadilla. Este análisis o repaso de la parte nueva de Santiago, había que extenderlo a todas las partes nuevas del resto de las ciudades, es verdad, pero resulta que ésta parte nueva de Santiago hace mucho más daño, pues al lado de una ciudad vieja y
una de las maravillas de la tierra y que perdura en los siglos de la historia, van y tienen la osadía de construir un vertedero, una chapuza, un monumento al cemento y esto es lo que me enerva y me desquicia.
Así que en ésta pocilga de cemento vivíamos la mayor parte de los estudiantes, en pisos compartidos y en el medio, no sé si por sorteo o porque no les quedaba otro remedio, algún paisano atontado, que con el tiempo pasaban a ser zombies, no comían, no dormían y que siempre acababan igual, en una depresión profunda. En ésta selva de hormigón transcurría el devenir de nuestras vidas, la levantada era tardía, malcomíamos y cuando llegaba la noche, con luna o sin ella, nos transformábamos en los amos de la noche. Allí no dormía ni dios,de noche todo era un ruido infame, en la calle, en las casas, en las camas. Estas noches infernales,se prolongaban por lo menos hasta las tres de la mañana. Estos pisos de estudiantes, al ser compartidos y vivir hacinados en ellos, a los paisanos les salía rentable económicamente pues el alquiler era a precio de lujo y no sólo eso, también el mobiliario del piso era infame.

Con estos antecedentes, de vez en cuando nos mosqueábamos y organizábamos una revuelta, exigiendo por lo menos, una rebaja del alquiler de los pisos. Aquello se convertía en una caldera, todo eran gritos y bullicio, cruzábamos coches en la calzada, quemábamos todo en decenas de hogueras y de cuando en vez una "cacerolada", que consistía en salir a la ventana o al balcón, coger un cazo cualquiera del piso y con el primer utensilio, aporrearlo con todas tús fuerzas y hasta que se rompía el cazo o el utensilio. Como se ve aunque fuéramos estudiantes,quedaba demostrada la teoría de que procedíamos de los primates. Cuando entrábamos en éste brote colectivo, las horas de sueño eran pocas y más bien mañaneras, el silencio de la noche pasó a ser el silencio de la mañana.

La noche era de actividad constante, ibas a una casa, después a otra y en cada visita te asomabas a la ventana y con tú cazo en ristre. Entre casa y casa, abajo en la calle, hablabas con amigos y desconocidos, alrededor de la hoguera o mientras ayudabas a romper los muebles de sexta mano, todo iba a la hoguera,para que después digan que de aquellas no se reciclaba. Sobre las tres de la mañana, se apagaban ya las hogueras por falta de más material inflamable, tocaba la trompeta la retirada, pero antes de dirigir nuestros cuerpos a la cama, era de rigor hacer presencia en el último acto, en la gran hoguera, que siempre se hacía en nuestra "Plaza Roja" (su verdadero nombre de pila, no me acuerdo muy bien, pero creo que era la "Plaza de José Antonio"), allí ya era la muerte, se quemaba todo igual, sólo que con más ganas y en cantidades industriales, los muebles de los pisos, el mobiliario urbano, los materiales de obras, en fin, todo lo que ardiera. Esta si que era la despedida, los fuegos artificiales al final de la fiesta y ya cuando las llamas se doblegaban, partíamos hacia el camino de vuelta, cada uno a su cama o si habías tenido suerte en ésta noche tan larga, a la cama de una que hubiera caído en tú telaraña o tú en la de ella, ¿quién sabe?.