Vuelven los auténticos días otoñales, los días de poco sol y de noches muy largas y ayer, que fue sábado, por fin inaguré mi estufa de leña y no porque hiciera mucho frío, sino más bien, porque me moría de las ganas. O sea que en mi calendario particular y personal tengo que escribir: Sábado 7 de Noviembre del 2.015, encendí mi preciosa estufa de leña. Estoy seguro que esto no saldrá en los libros de historia y menos mal, pues menuda gilipollez de hecho. Pero yo no tengo otros hechos, los míos son pequeños detalles diarios, son pequeñas minucias, son hechitos, pero cada hechito está hecho con mucho cariño y eso es lo que importa.
Yo le doy importancia a cosas muy simples pero que en mí y sólo en mí, dejan su impronta. Ayer fue día de un gran cabreo y cuando las aguas volvieron a su cauce, yo me premié con encender la estufa y entonces, no sólo vale el hecho de encender la estufa, sino que fue como premio a una situación determinada, la cual estaba comiendo mis circuitos neuronales. ¡Joder!, no podía premiarme con un polvete y eso que era sábado, sabadete... y por el simple hecho de que no tenía con quién echarlo. Por tanto ayer me dejé acariciar por la suave mano del calor de la leña y después lo que pasó, es que dormí como un bebé.
Y hoy amanecí nuevo y reluciente, con esa suave resaca que se queda en el cuerpo después de un gran cabreo. En fin, que ayer al final, fue un día bien amortizado y que una vez más se cumple el refrán, el que dice que después del temporal viene la calma y que de esa calma, hay que sacar petróleo, oro y diamantes en bruto. Del temporal afloran muchas cosas y siempre hay que intentar que afloren más, pero en la dulce calma del después, está el secreto verdadero, está el cofre con los tesoros, está con lo que te vas a quedar para seguir viviendo.
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