Pier Paolo Pasolini: Ya viniese del cálido mar de Fiumicino o del campo. (Blog "El Poeta Ocasional")


 

El llanto de la excavadora     




II  




Pobre como un gato del Coliseo 
vivía en un arrabal todo cal 
y polvareda, lejos de la ciudad 
 
y del campo, apretujado día tras día 
en un autobús agonizante: 
y cada ida, cada vuelta 
 
era un calvario de sudor y ansias. 
Largas caminatas en la calurosa calima, 
largos crepúsculos frente a los papeles 
 
revueltos sobre la mesa, entre calles de barro, 
tapias, chabolas encaladas 
sin ventanas, con cortinas a modo de puertas.. .

Pasaban el vendedor de aceitunas, el trapero,
de paso desde otra barriada
con la mercancía tan llena de polvo que parecía

robada, y un rostro cruel
de jóvenes envejecidos entre los vicios
de quien tiene una madre dura y hambrienta.

Renovado por el mundo nuevo,
libre —una llamarada, un hálito
que no sé nombrar— a la realidad

que humilde y sucia, confusa e inmensa,
bullía en la meridional periferia
le daba un aire de serena piedad.

Un alma en mí que no era solo mía,
un alma pequeña en aquel mundo ilimitado
crecía, nutrida por la alegría

de quien amaba aun sin ser correspondido.
Y todo se iluminaba por este amor
tal vez apenas de muchacho heroicamente

madurado así y todo por la experiencia
que nacía a los pies de la historia.
Me encontraba en el centro del mundo, en aquel mundo

de suburbios tristes, beduinos,
de amarillentas praderas acariciadas
por un viento sin paz siempre,

ya viniese del cálido mar de Fiumicino
o del campo, donde la ciudad
se perdía entre los tugurios; en aquel mundo

que tan solo podía dominar,
cuadrado espectro amarillento
en la amarillenta calima,

perforado por mil filas iguales
de ventanas con barrotes, el Penal
entre viejos campos y amodorrados caseríos.

Los papelajos y el polvo que ciego
el vientecillo arrastraba de acá para allá,
las pobres voces sin eco

de mujerzuelas venidas de los montes
Sabinos, del Adriático, y aquí
acampadas, ya con manadas

de muchachos duros y corruptibles
estridentes con camisetas harapientas,
con grises, desgastados pantalones cortos,

los soles africanos, las lluvias alborotadas
que convertían en torrentes de fango
las calles, los autobuses en las últimas paradas

hundidos en su rincón
junto a una última franja de hierba blanca
y algún ácido, ardiente vertedero...

Era el centro del mundo, como era
en el centro de la historia mi amor
por ello: y en esta

madurez que por estar naciendo
era todavía amor, todo estaba
a punto de volverse claro ¡era

ya claro! —Aquel arrabal desnudo al viento,
no romano, no meridional,
no obrero, era la vida

en su luz más actual:
vida, y luz de la vida, repleta
del caos no proletario todavía,

como la quiere el áspero diario
de la célula local, la última
ola de la revista: hueso

de la existencia cotidiana,
pura, por ser demasiado
cercana; absoluta, por ser

demasiado miserablemente humana.



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JULIO CORTÁZAR