
Nos conocimos en Donosti, en un festival. A los dos nos gustaba el jazz. Le hablé de Viola Smith. Se sorprendió. Ella tocaba la batería. Yo le tocaba a ella. Mejor dicho, ambos nos tocábamos, en los portales de la Parte Vieja, en las escaleras del Puerto, en el Paseo Nuevo. Sus brazos eran musculosos, redondos, apetecibles, aptos para todos los pulsos. Comimos pintxos en el Martínez, tomamos zuritos en cada bar, nos besamos en cada bocacalle, buscamos una pensión donde equilibrar nuestra pasión jazzistica y la otra. O al revés. Me habló de su marido, camionero en ruta por Alemania, de su amante, el saxofonista de su grupo, de sus recuerdos del pueblo, en Cádiz, de sus sueños de escenario. Yo, que era un pardillo -aún lo soy-, apenas le hablé de nada, asustado de haber conocido una mujer así, de compartir aquellas horas lejos de mi cuadrilla, de advertir que cada uno de sus pasos era un retroceso de los míos, del contraste con las mujeres-niña que hasta entonces había conocido, tratando de mantener el tipo con mis gustos de música, con mi sonrisa desenvuelta, con mis bromas. Pero nos mirábamos y me sentía sumergido en una humeante tina que dejaba mi cuerpo ingrávido, excitada la espalda por ondulaciones tan suaves que la nuca se me derretía en lentas gotas de lo que antes se llamaba pasión y ahora intensa atracción por los ojos a pocos centímetros, por el roce casual de los dedos, por la evocación de espirituales caricias sin límite, no las de antes no, no había espacio para la añoranza, caricias nuevas resbalando por la piel interna de sus muslos, delicia del silencio de miradas, rumores del patio guipuzcoano, Chet Baker y el hígado estallando, los pulmones encharcados, las fosas nasales blancas de polvo blanco, basta. Todo fue bien hasta que ella me desnudó el corazón, demasiada intensidad, demasiada verdad. Me dijo que quería empezar una nueva vida, que actuaban la semana próxima en una sala de Madrid, que la acompañase, que había visto en mí un hombre diferente, sensible. Ahí me acobardé, totalmente, sí, lo reconozco, en el siguiente bar nos encontramos con mis amigos que cantaban y alborotaban, inmersos en su fiesta. Ella entró al servicio y...eché a correr, entre las callejuelas y la gente, corrí en una huida de mí mismo, con todo el miedo de mi inmadurez. Cuando llegué a Gros me detuve, las venas del cuello a punto de reventar. Entré en una cafetería, mi amiga Cristina estaba sentada junto a la barra. Desde la espalda le susurré “¿Conoces a Viola Smith?” y su sonrisa me indicó que aquella noche iba a ser diferente. Un perro de amargura seguía mordiéndome el corazón.

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