Michael Peto
Es cierto que un día vi a la muerte travestida, mirándome (y sí, vi la luz blanca esa que dicen, la del final de un túnel). En las tertulias de los que se sientan en el pesebre no hay sitio para el color blanco, o para el verde, solo hay un color, el suyo (que casi nunca es el mío). No me aletargo, al menos no en los últimos seis/siete años. No meto mis pies en los arroyos que bajan de la montaña del miedo. No me acuesto al lado de recuerdos que solo sirven para enturbiar el gesto, para romper la sonrisa. Sí quiero acostarme al lado de la mujer que amo. Busco sin descanso los privilegios reservados a los dioses y no sé cómo no dejo de escribir y me lanzo a los caminos. Es lo que haré ahora mismo. Voy a ver.
(Mi comentario en Facebook)
Lo de la muerte travestida es rigurosamente cierto. Pasado un tiempo analicé aquella visión, incluso recurrí a un amigo, prestigioso psiquiatra. Es curioso como la mente almacena imágenes que nos impresionan y las deja ahí, en reserva. En los 70 conocí en Baracaldo (interesante por qué fui aquel día a ese bar, pero eso lo contaré otro día) a unos de los hermanos Azcona (los del “Mayorazgo de Basterretxe”). La cuestión es que este señor estaba sentado con una postura femenina, con una rodilla tomada entre las dos manos y nos miraba con una mezcla de burla y desafío. La dama a la que fui a visitar (acabáramos), me dijo que no le hiciese caso, que era un señor mayor. No le hice caso y seguí a lo mío. La cuestión es que en un momento de mi vida estuve más p´allá que p´acá, me acababan de subir de la UCI a planta y estaba con una debilidad extrema, esa noche fue dura, vi todo el pack, el túnel, la luz blanca y la muerte sentada en una silla enfrente mi cama. En mi confusión y en mi miedo (todo hay que decirlo) la muerte tenía la forma de aquel señor que vi en Baracaldo, en su misma postura, más femenino aun, con la cara maquillada, sobre todo los ojos. Me miraba con un gesto obsceno, poderoso, de burla, de desprecio. Grité y el resto es historia. Entre una y otra situación habían pasado treinta años. Misterios.
No sé si desde entonces cambió algo dentro de mí, los primeros meses sí, después tuve que trabajar tanto que no me quedaba tiempo para lo metafísico. Ahora me doy cuenta que sí porque disfruto cada día de las cosas sencillas que, al fin y al cabo, son las más grandes.
Pues eso.


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