He perdido la cuenta de cuántos años llevo consumiendo libros, documentales, artículos y reportajes sobre Afganistán. Tanto Afganistán como Irak han sido y son, como diría mi madre, uno de mis "monotemas preferidos". Hoy, veinte años después de haber empezado con esta particular afición, asisto desde el sofá de mi casa a un nuevo episodio terrorífico en la historia de este país. Y observo atónita desde mi móvil, consciente de la complejidad del asunto, cómo incontables ofendiditos, por enésima vez, creyéndose el ombligo del mundo, instrumentalizan el drama, el dolor, la desesperación y el horror ajeno para seguir alimentando su frágil ego y para seguir debatiendo lo que nunca debió admitir opiniones.
Llegados a este punto, no sé qué actitud me resulta más delirante. Si la de esa derecha que pregunta que dónde están las feministas ahora, la de esa izquierda que se las coge con papel de fumar para no dañar pieles sensibles y defiende cualquier cosa menos el laicismo y el racionalismo, o la de ese mundo musulmán incapaz de admitir evidencias y dispuesto a escupir - desde Europa - que para régimen talibán el de países como Francia.
Vaya sobredosis de rabia y de vergüenza ajena. Vaya despliegue de hipocresía y sinrazón. Vaya ganas de hablar de todo menos de la realidad. De un Califato (que se dice pronto) como el que, recientemente, han sufrido durante años en Irak. De un Emirato Islámico controlado por talibanes (otra vez) en pleno 2o21 en Afganistán.

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