Robin Myers
Habré tenido siete, tal vez ocho,
porque podía despertarme en lo que entonces creía
que era el medio de la noche
y salir de la cama y encontrar a mis padres
en la sala viviendo el resto de sus vidas,
doblando ropa, riéndose con la radio,
discutiendo, sirviéndole vino a un invitado.
Había soñado que ellos se morían.
Los encontré cenando.
Había una vela. Hablaban en voz baja.
Cuando me vio, mamá no me regañó,
sino que me abrazó y me sirvió en un plato
un poco de la comida de ellos, y me sentó
a su mesa, lo que me hizo sentir
viejo, raro, invitado.
No me atrevía a confesarles
que había soñado que ellos ya no estaban, así que en cambio
les conté, entre lágrimas, que había soñado
con mi propia muerte. Ellos me escuchaban.
Yo tenía siete años y tenía un ataque de desesperanza,
y estaba enamorado del consuelo que buscaba, y tenía la suerte
de recibirlo.
Me acuerdo que les pregunté, llorando,
¿Si yo me muero, vosotros igualmente estaréis bien?
Y mi madre lloró también, y dijo,
Sí, se nos rompería el corazón
pero estaríamos bien.
No me acuerdo de haber vuelto a dormir.
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