MI SANGRE GADITA

        No sé lo que me hizo enamorarme de Cadiz, quizá fuera que allí me enamoré, quizá sea eso. Lo demás vino de regalo, su luz, su sol cálido, sus colores vivos, sus puestas de sol, su mar Atlántico, sus marismas o quizá fuera el calor de sus gentes, su hablar, su cadencia, sus rasgos del otro continente. O todo a la vez, ¡todo!.

            De Cádiz recuerdo más el mar y su largo litoral, la inmensidad de sus playas, los paseos por la arena mojada y cuando el mar dejaba estelas de espuma, las puestas de sol en la playa de Chiclana y como el sol apagaba sus últimas luces sobre el  Océano Atlántico. Recuerdo especialmente, las tardes de verano con mi familia y esas largas horas jugando con las olas y el quedarse hasta que la noche extendía su manto negro y al fondo de la cúpula, una luz de luna. Y la vuelta a casa, con ese gusto a mar y con las papilas gustativas cargadas de sensaciones y por supuesto, por algún atajo nuevo o viejo, que nunca resultó ser un atajo, pero daba ese extraño gusto, el gusto del que siempre se desvía. Y las noches, con el cielo estrellado y a veces con la luna de compañera y esa quietud que produce sentirte repleto de sensaciones.

                                       Las piedras ostioneras de la ciudad de Cádiz están cargadas de historia. Son piedras que te hablan del lento paso de los siglos y que por sus poros rezuman sabiduría. Y esas calles tan estrechas que parecen capilares y como brota la vida en ellas, la vida de todos los días y sus rincones siempre adornados de flores en sus macetas . Y sus patios y sus torres de vigía y su vida, sobre todo su vida, su vida que nace de las entrañas de la tierra.

                                      Recuerdo tantas cosas y todas tan sentidas, que ahora las siento como mías, pero su lejanía me produce dolor, el dolor que da, el recordar los mejores momentos de tú vida. Y es así de claro y de oscuro, de claro, porque son recuerdos en que la luz siempre está presente y oscuro, porque ahora ya no los vives y no los vivirás nunca.

                                       Toda su costa es una larga poesía, donde las palabras se estiran por sus arenales y a veces se esconden en sus pinares.. Es poesía si ves la cara del mar y es poesía, si miras la cara de la tierra gaditana. Ese conjunto de pinos, arenales y lentiscos, hacen un mosaico de colores impresionante, juegos de verdes y amarillos y al fondo presidiendo el cuadro, el azul cielo. Y esos extensos campos de arena mojada, que son como grandes espejos llenos de reflejos y ese suave tacto en los pies, que sabe a caricia de cien mil dedos de algas y los olores a profundidad de poza Atlántica, todas esas descargas de placer te producen sensación de ir por un túnel, un túnel sin final y un túnel labrado sobre las nubes.

                                       Enfrente África y sabes que está y aunque no la veas, sabes que está, pues llegan sus aromas de especias y sus contrastes de colores. Äfrica está allí y lo sabes y aunque no viniera en el mapa, todo te dice que África está enfrente de tí. Y si ya te acercas a Tarifa, compruebas que África si está a un paso, como si fuera la otra orilla de un gran río Atlántico o la otra orilla de la vida. Quizá sea eso, la otra orilla de la vida, porque lo que sí está claro, que es la otra orilla del otro mundo. Un mundo que los de el lado de aquí de esa orilla, vemos, pero que quizá, no sentimos.

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JULIO CORTÁZAR