Mientras respiro el olor de los eucaliptos y los pinos, recuerdo épocas de mi vida en las que abandonar la cama era un suplicio. Muchas personas, pienso, seguirán ahora mismo en posición fetal sobre el colchón, con los ojos cerrados, rogando que llegue la noche cuanto antes. La vida, en ocasiones, da miedo. Da miedo salir, saludar, decir buenos días a los otros, da miedo comprar el pan y la media docena de huevos o los cuatro yogures con los que remediar un poco la soledad blanca, como de manicomio, de la nevera. Lo que más miedo da de la vida es no poder ganársela.
También recuerdo las épocas en las que dormir me parecía una pérdida de tiempo. Había tantas canciones que cantar, tantos libros que escribir, tantas conversaciones que mantener… Toda mi vida he luchado por llegar a acuerdos entre la depresión y la euforia. He negociado duramente con la ansiedad asesina y con la calma mortuoria. No he permitido que ninguna de las dos se levantara de la mesa sin haber alcanzado algún acuerdo. Y cuando ya había perdido la esperanza de que firmaran la paz, ésta ha llegado de manera gratuita, como un don de los dioses. De manera gratuita y, conviene añadir, seguramente provisional. No sabes de qué depende que un día amanezcas pletórico y otro vacío. De modo que mientras camino a buen paso entre los árboles del misterioso bosque, cruzo los dedos para que le vida, en el futuro, no sea ni muy intensa ni muy apagada. Me basta con esta paz media, incluso mediocre, con la que hoy he abandonado el dormitorio.

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