Ahora lo tengo a mis pies tumbado mientras escribo y si me levanto por cualquier motivo, el hilo invisible que nos ata, tira de él y se viene detrás de mi pisándome los talones. Adonde vaya él me acompaña y claro tuve que ir poniéndoles algunos límites. Por ejemplo, no lo dejo entrar conmigo al baño, eso de cagar con el perro al lado, como que no, como que me produce estreñimiento. Para mí cagar es sagrado y es demasiado intimista. Tampoco lo dejo entrar en mi habitación y eso que no para de intentarlo. Era lo que me faltaba confundirme al perro ladilla con una tía y ya sabéis lo que podía pasar en noches de carencias. Aparte que como las personas, los perros sudan y por tanto emiten olor corporal y los dos en la misma habitación y cada uno con su particular olor y esa mezcolanza olorífica, hacen un engrudo tirando a asqueroso y pegajoso. No, me niego a ello.
Pero por el resto ya estoy doblegado a sus encantos y es un perro ladilla y de compañía. O sea nos vamos conociendo y con un sólo gesto mío él me entiende y yo a él, por supuesto. Hace unas semanas un perro asesino, un perro pastor alemán o sea un perro nazi, le largo varios bocados y por poco se lo come sin patatas. Le dio unas buenas dentelladas y éste perro o sea el mío o mejor dicho, mi nieto perruno, ya no fue el mismo durante unos días. Era un alma en pena, no tenía alegría, ya no ladraba y menos saltaba y por supuesto nada de carreras por la casa. Estaba alicaído, desganado y triste. Se fue recuperando de las dentelladas y ahora desde hace unos días vuelve a ser el mismo de siempre. A lo que voy, durante esos días en que era su sombra, no sabéis como lo echaba de menos con sus carreras celebrando cualquier cosa, sus ladridos agudos y bastante molestos, sus saltos para que lo acariciaras y esas ganas de comerse el mundo y claro, a su plato de comida. Ahora ya está de nuevo en su salsa y vuelve a ejercer plenamente de perro ladilla.
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