EN BILBAO (Pedro M. Martínez)

 

En Bilbao.

No esperar de la vida para no arriesgarla; darse por muerto, para no morir.
Yo no estoy muerto, estoy enamorado.

(Bioy Casares).


Quién nunca ha estado en Bilbao, o no la haya visitado desde hace tiempo, puede pensar que es una ciudad gris, triste y fea. No lo es, en los últimos años Bilbao se ha convertido en una capital luminosa, alegre, risueña, tendida al lado de la ría que sube y baja, que se mira en el reflejo del Guggenheim, que se llena de puentes y jardines, de barrios que crecen por las montañas que la rodean.

En uno de estos barrios me ocurrió. Sentado en un banco de los jardines sobre la calle Miravilla, mi mirada se perdía hasta el Abra, resbalaba por el monte Artxanda y al girarme para observar los bloques y bloques de casas edificados en los terrenos donde estaban las antiguas minas de hierro, la vi. Me miraba, eso me sorprendió, desde que Sole me dejó -por triste, dijo ella- me había vuelto invisible ante las mujeres, o eso me parecía.

Para mi sorpresa se acercó sonriendo y empezamos una conversación sobre esto y aquello. Me dijo que vivía en esa zona desde hace unas semanas y que no conocía a nadie. La invité a tomar un café en un bar próximo y seguimos hablando, sobre todo de literatura. Rosa –así se llamaba- escribía poemas, le gustaban Valente y Gamoneda, también algunas cosas de Neruda y Benedetti, el Borges poeta. Era bella.

Me invitó a subir a casa para enseñarme sus obras de arte y al decirlo su rostro brillaba. Al entrar en el piso me agradó la decoración, el buen gusto al escoger los cuadros, la biblioteca repleta. Las cortinas oscuras creaban una penumbra agradable. Ponte cómodo- me dijo- ahora vengo. Me dediqué a curiosear los libros alineados, entonces volvió Rosa, desnuda. Me quedé tan sorprendido que no supe reaccionar. No des la luz –dijo- mientras comenzaba a besarme, me quitó la corbata, la chaqueta, los botones de la camisa uno a uno, me hablaba con una voz tan dulce que pensé que hasta entonces yo había vivido en otro país. Tócame, ámame -decía-. Y a eso me dediqué con todo mi deseo, con el ansia de meses, con la torpeza del neófito, con la entrega del obediente, con la cautela del inseguro. Acaricié su cuerpo con lentitud, demorándome en su espalda, las caderas, los muslos. Besé su cuello, la nuca, los pechos, sus pies. Ven -susurró- y entré en ella y sus suspiros. Fue intenso, tan bello que empezamos de nuevo. Después, en la calma, mis dedos siguieron tocando su cuerpo aún estremecido. Entonces fue cuando lo noté, unas marcas bajo su axila derecha, varias, profundas. ¿Qué te ha pasado aquí? – pregunté. Cambió su cara, se puso seria. Vístete- dijo- vete. Me empujó hasta la puerta sin hacer caso de mis protestas. No esperé al ascensor, bajé por la escalera, busqué mi coche y volví a mi casa sola y silenciosa. Allí me senté a fumar cigarro tras cigarro, confuso, sorprendido, triste después de haber amado.

Han pasado unos días, he regresado a ese barrio tratando de encontrarla. En mi confusión ni siquiera le pedí el teléfono, no recuerdo la calle ni el número del portal, todas las casas me parecen iguales. La he buscado, he preguntado por ella, nadie la conoce. Estoy preocupado, creo que me enamoré, creo que estoy enamorado. Pero sobre todo está lo de las marcas. ¿Y si...? la cuestión es que desde entonces apenas puedo dormir, que estoy nervioso, inquieto, desasosegado.

Por eso si alguien viene a Bilbao – ven y cuéntalo- puede encontrarme en el mirador sobre la calle Miravilla, de espaldas a mi ciudad, escrutando cada ventana, cada mujer que se asoma, cada señal de mi cuerpo, cada latido aprensivo, infeliz, lleno de miedo, enamorado. Aún.

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JULIO CORTÁZAR