Yo nací en Vigo y viví en tres esquinas lejanas y distantes. En Galicia, en Cádiz y en Menorca. Son tres puntos casi equidistantes, son tres puntas de un triángulo casi equilátero. Me falta, por cuadrar el triángulo y hacerlo, cuadrilátero y hacerlo con el punto más al norte de la Península. Tengo escogido el sitio y éste es, Estaca de Bares, el punto más al norte de España (he estado en él pero no he vivido allí). Estaca de Bares, es una pequeña península siempre cubierta de nubes, pero con unas maravillosas playas y éste punto en el mapa, está en mi Galicia natal, en la costa norte. En su extremo más cercano al mar hay un pequeño faro y antes de llegar a éste, hay un minúsculo edificio, que acogió a militares yanquis, creo que en sus tiempos fue un radar que dicen que lo espiaba todo. Al parecer su función era ejercer de punto de telecomunicaciones, por tanto de espionaje, pero sinceramente, yo no sé muy bien lo que ahí, podían espiar. Allí, todos los veranos y por el mes de Julio, no me acuerdo bien de las fechas, se convocaba una acampada y una manifestación frente a los restos de aquél penoso edificio medio derruído, para pedir que se fueran los yanquis que habían estado.
La acampada y aún siendo verano, se hacía con tiendas de doble techo y sobre todo unos buenos y calurosos sacos, pues te pelabas de frío. Llegábamos un día por la tarde y montábamos las tiendas, bueno las montaban los hacendosos, los vagos como yo, lo dejábamos para más tarde. Una vez dejados los bártulos, dábamos una vuelta de reconocimiento: admirábamos las playas solitarias del Cantábrico, nos recreábamos viendo un molino de mareas, un molino que yo nunca antes había visto y después ya nos acercábamos a nuestro objetivo, a inspeccionar el pequeño edificio semi derruído y ver si había yanquis dentro. Nunca vi a un yanqui en éste rincón del mundo, pero daba igual, allí habían estado y eso era lo que importaba. Importaba el hecho..de haber estado.
Cuando los primeros rayos de sol se acostaban. Nosotros y como todos los años, nos dirigíamos al pequeño pueblo. El pueblo era típico pueblo marinero gallego, con cuatro casas y algunas barcas de pesca y estaba apostado al final de una preciosa ensenada y por supuesto, no podía faltar el bar. Al pueblo lo abrazaba un pequeño espigón que lo protegía del fuerte oleaje del Cantábrico, aunque los fuertes vientos de ésta costa, levantaban al mar muy por encima del espigón. El bar, era cutre hasta decir basta y tenía una barra pequeña y una gran sala de comidas, muy típico en los pueblos de Galicia, poca barra y amplios salones, donde estaban un buen número de mesas. El resultado final, es que era un sitio grande, inhóspito, desangelado y muy frío. Ahora sí con unos espléndidos ventanales con vistas al mar Cantábrico.
Los anocheceres en Estaca de Bares eran una auténtica preciosidad, pero poco y a medida que se iba el sol, éramos empujados por el fresquito a meternos en el bar. Y ya de lleno entrábamos en la fase de intercambio de saludos, besos y a veces desplantes, y siempre acompañados de unas buenas jarras de vino o de cerveza. La euforia poco a poco iba en aumento, los saludos se convertían en abrazos, las sonrisas en sonoras risas, en fin, el ambiente ya se iba caldeando. Al paso de unas horas cuando la noche ya era oscura y el mar era una garganta profunda que rugía con inusitada fuerza, allí en aquel rincón perdido del mundo y dentro del bar de Estaca de Bares, seguía la fiesta. Parecía la fiesta en el poblado de Astérix y Obélix, siempre ajenos a lo que pasaba a nuestro alrededor.
Iban pasando las horas y las palabras ya no eran tan nítidas, ni claras, eran más bien espesas y alguno ya se sentaba sólo y sólo con su propia borrachera. En el water o inodoro del bar ya había una buena cola, unos para mear y otros quizá, para vomitar. Las voces sonaban como un zumbido contínuo y entre ese zumbido y el humo de los cigarrillos, aumentaba el mareo producido por el ácido vino y ya empezaban las primeras bajas. Para mantenerse más o menos en pie, había que salir afuera del bar, al frío y húmedo Cantábrico. Y ese momento de claridad transitoria, te preguntabas como sería éste pueblo en pleno invierno. ¿Quién coño podía vivir allí?, pero tampoco le dabas muchas más vueltas, esperabas a despejarte un poco, cogías una bocanada de aire fresco y hale para dentro de nuevo. Al entrar, aquello te recordaba Londres, el humo era denso como la niebla, pero no sé como, siempre llegabas a la barra (desde luego no era por casualidad).
Pasada unas cuantas horas más, ya dormía alguna gente sobre los bancos del bar. Se resbalaba sobre tanto vino caído y derramado y unos ya entonaban cánticos aguerridos y ya les quedaba poco para empezar con el Asturias Patria Querida. El resto seguíamos al pie del cañón, aumentando la frecuencia de las salidas fuera del bar, a echarle al mar nuestro aliento de vino y el mar dándonos caricias de frescor y en esa laboriosa faena, nos daban las 5 de la mañana. Las conversaciones ya eran incoherencia pura y dura, las risas eran histriónicas y a veces rotas en llantos lastimeros. Poco a poco las bajas se multiplicaban y el personal como buenamente podía, emprendía el camino de regreso hacia las tiendas.
Y ya éste cuento se va acabando. Es fácil suponer el final de ésta historia. Llegar a trompicones a la zona de acampada y enrollarte la tienda de campaña alrededor de tu cuerpo (porque no la habías montado cuando debiste montarla) y a dormir a la intemperie. Después resaca mañanera y arrastrado por el suelo. Por último, tocaba ir a dar cuatro berridos a la base yanqui fantasma y ya está, se acabó la fiesta. Y vuelta a casa y muy contentos de otra demostración entusiasta y revolucionaria.
Iban pasando las horas y las palabras ya no eran tan nítidas, ni claras, eran más bien espesas y alguno ya se sentaba sólo y sólo con su propia borrachera. En el water o inodoro del bar ya había una buena cola, unos para mear y otros quizá, para vomitar. Las voces sonaban como un zumbido contínuo y entre ese zumbido y el humo de los cigarrillos, aumentaba el mareo producido por el ácido vino y ya empezaban las primeras bajas. Para mantenerse más o menos en pie, había que salir afuera del bar, al frío y húmedo Cantábrico. Y ese momento de claridad transitoria, te preguntabas como sería éste pueblo en pleno invierno. ¿Quién coño podía vivir allí?, pero tampoco le dabas muchas más vueltas, esperabas a despejarte un poco, cogías una bocanada de aire fresco y hale para dentro de nuevo. Al entrar, aquello te recordaba Londres, el humo era denso como la niebla, pero no sé como, siempre llegabas a la barra (desde luego no era por casualidad).
Pasada unas cuantas horas más, ya dormía alguna gente sobre los bancos del bar. Se resbalaba sobre tanto vino caído y derramado y unos ya entonaban cánticos aguerridos y ya les quedaba poco para empezar con el Asturias Patria Querida. El resto seguíamos al pie del cañón, aumentando la frecuencia de las salidas fuera del bar, a echarle al mar nuestro aliento de vino y el mar dándonos caricias de frescor y en esa laboriosa faena, nos daban las 5 de la mañana. Las conversaciones ya eran incoherencia pura y dura, las risas eran histriónicas y a veces rotas en llantos lastimeros. Poco a poco las bajas se multiplicaban y el personal como buenamente podía, emprendía el camino de regreso hacia las tiendas.
Y ya éste cuento se va acabando. Es fácil suponer el final de ésta historia. Llegar a trompicones a la zona de acampada y enrollarte la tienda de campaña alrededor de tu cuerpo (porque no la habías montado cuando debiste montarla) y a dormir a la intemperie. Después resaca mañanera y arrastrado por el suelo. Por último, tocaba ir a dar cuatro berridos a la base yanqui fantasma y ya está, se acabó la fiesta. Y vuelta a casa y muy contentos de otra demostración entusiasta y revolucionaria.

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