cuando la ciudad bosteza
y el semáforo parece guiñar con desdén
a los taxis dormidos,
entonces tal vez queda algo de nosotras
en esta costumbre de extrañarte sin decirlo.
He aprendido que amarte
no es una promesa de eternidad
sino hacer que duela menos la espera.
Ya no busco aquel amor perfecto,
ni palabras escritas en piedra
o en cuentos de hadas.
Solo la tibieza de tu mano en la mía
mientras el mundo silba su canción a los vencidos.
Otras veces
quererte se transforma en una trinchera
desde donde defiendo tu risa como un gesto político,
como un acto de fe,
como seguir creyendo en la poesía y los trenes
o como leer a Benedetti sabiendo que el dolor también suele ser exilio,
hambre
o frontera.
Hoy los días pasan
como todas esas cartas que nunca abrimos
por el miedo a lo que cuentan del pasado.
Por eso te pienso cuando salgo a pasear,
cuando el reloj marca una hora fija
o cuando todo en nosotras se desordena
y viste de gris nuestras ganas de domingo.
Los días pasan y yo sigo siendo esa mujer
que camina despacio
para no borrar los pasos que olvidaste llevarte,
la que aún espera que la nombres
como si el mundo fuera un sitio digno de mí,
como un poema que sigue escribiéndose
aunque nadie lo lea.

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