LA VENDIMIA -3ª Parte y última

               Hasta aquí, el proceso de la vendimia. Después quedaba el último escalón, el del hacer el aguardiente. Este se hacía con el bagazo (uvas y racimos) que era introducido en el alambique. Y esta si que era una historia muy bonita. En el mes de Noviembre, digamos a principios, en el veranillo de todos los santos y de todos los muertos solía venir el aguardenteiro o alambiqueiro, con su alambique a cuestas y sobe un carro de bueyes. Cada año cada productor rotaba y le tocaba hacerse cargo del lugar de producción y de dar de comer y beber al sujeto mencionado o aguardenteiro. Los vecinos, trasladaban sus cosechas de bagazo y se creaba un turno de llegada y de salida. A mí me encantaba hacer guardia con él y si a él no le molestaba, yo siempre me quedaba.

                           Era excitante, yo era un enano que con ésta historia podía quedarme toda la noche en vela y al lado del fuego del alambique. El aguardenteiro, solía ser un hombre parco de palabras y con ese aire de lobo solitario. Y el tiempo allí transcurría pausadamente. Cada media hora él iba probando a pequeños sorbos, supongo que comprobando la calidad del aguardiente. Recuerdo el decorado como si fuera hoy mismo. Solía ser un establo de animales, pero ahora sin ellos y rodeados de aperos del campo colgando de sus paredes. El precioso alambique dorado, de cobre, a mí me parecía de oro auténtico. El tintineo de las gotas de aguardiente al caer, siempre a ritmo lento, muy lento y tan lento que pensaba que tras una gota no vendría la siguiente, eran segundos, pero para mí eran horas. El calor de la lumbre encendida, el roncar acompasado del hombre, las luces y destellos del fuego, los aperos, el ruido de las gotas de la lluvia, el alambique reluciente y tú en el medio de aquello, hacía que ya no fuera un establo, era un establo lleno de magia.

        Mientras, yo me infiltraba en todos los rincones de aquella cueva. Observaba las sombras, siempre cambiantes por la luz de la hoguera. Escudriñaba los ruidos, para mí no familiares, los chasquidos de leña, el murmullo de la lluvia y el silbido del viento. Y a partir de aquí mi imaginación me desbordaba y sólo quería quedarme a vivir allí y para siempre jamás: junto al fuego, con el alambique dorado y rodeado de la luz tenue de las llamas. Ahí sentado, esperando a que nunca llegara el día y que siempre fuera noche y que la noche me abrazara con su manto de estrellas y me meciera en ése sueño profundo y del que nunca más, pudiera salir .Era la ilusión de un niño ensimismado y abotargado por el sueño y que flotaba en nubes de algodón. Era, en definitiva, la felicidad más completa que yo sentí en vida.

        Es curioso, que tuvieran que pasar muchos años hasta reconvertir ésta historia. Así es la vida de contradictoria y ¿quién me iba a decir a mí, que años después acabaría echando de menos todo el sufrido proceso del vino?. Durante todo éste tiempo sólo pensé en su trabajera. Ahora me da igual su trabajera y sólo pienso en su lado amable y tierno y sobre todo en su lado mágico. Es como si de pronto descubriera que amo todo su proceso y que me gusta deslizarme entre las uvas, los racimos y alambiques. Y os juro que no es por el vino, al fin y al cabo, era un mal vino, pero muy rico para nosotros, sino y sobre todo por lo que rodea al acto de hacerlo:  por la vida que creaba a su alrededor, por esos momentos tan íntimos y sentidos, por esos ojos de niño iluminado e ilusionado y por ese aliento de vida que transmitía todo el proceso y que aún y por suerte, ahora aún puedo revivir...

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JULIO CORTÁZAR