Acabo de salir a la calle y estaba deseando volver a casa. Hace un calor de mil pares de cojones. Las cuatro de la tarde y el coche parecía un horno con ruedas y señalaba el termómetro la nada desdeñable cifra de 44 grados al sol que más calienta. Yo de todas formas soy un hombre de casa, amo estar en casa y me gusta tenerla ordenada pero sin pasarse. No me considero ser un maniático del orden y de que esto tiene que estar aquí y no allí. Pero me gusta que esté lo suficientemente ordenada como para sentirme cómodo dentro de ella. Me gusta ponerla con gusto, con plantas preciosas y si pudiera le pondría muebles de alta gama, alguno tengo, pero mi economía no me da para mucho más. Además con poco se pueden hacer virguerías. Yo solo pido unos mínimos: uno y como ya dije, un poco de orden pero sin pasarse de la raya, dos, que esté convenientemente acondicionada y con eso me refiero, que tenga una estufa de leña o una chimenea para pasar el otoño invierno y que tenga un precioso aire acondicionado y para poder soportar la primavera y sobre todo, el caluroso verano. Ya partir de ahí, no pongo más condiciones. Bueno yo también le pondría un pequeño jardín con un buen surtido de diversas plantas y unos cuantos árboles frutales. Y la piscina para mí sería un tema opcional y no me moriría por no tenerla, pero tampoco me moriría si la tuviera. Cuando los chavales (mis hijos) eran pequeños, sí que una piscina cumpliría todo su cometido. Ahora, los tres que tengo, ya son hombres hechos y derechos.
Yo amo a las sombras y a los sitios recogidos debajo de una sombra maravillosa, por ejemplo bajo la sombra de una parra de uvas. Deben ser reminiscencias de cuando era pequeño y mis padres tenían una preciosa casa en un pequeño pueblo o aldea, que estaba muy cerca de la playa. La finca era de 8.000 metros que para mí era una verdadera pasada de metros y estaba toda ella delimitada por un muro de granito y a su vera y apoyada por un lado en el muro de granito se extendía una más que hermosa parra de unos 3 o 4 metros de ancho y aquello si que era una sombra, era una sombra en condiciones. La parra tenía diversas alturas, por la parte baja de la finca podía tener una altura de un metro o metro y medio y conforme la parra se acercaba a la casa, ascendía hasta los dos metros o dos metros y medio y comer debajo de ella, era un placer que pocas personas llegaron a conocer. Y eso que de pequeño, era de secano y de calor tórrido. La playa estaría a 500 metros e ibas andando o en bicicleta y allí te pasabas la mañana y a veces la tarde y en algunas otras, hasta la noche. La finca estaba llena de hortalizas y de árboles frutales que daban la mejor fruta que he probado en mi vida. Después con cada árbol yo tenía mi propia historia con él y normalmente era por la sabrosa fruta que daban, pero a veces era porque te podías trepar por sus ramas y desde allí disfrutar de la hermosa vista.
Me encantaba un ciruelo japonés, que daba unas ciruelas hermosas y amarillas, pero sobre todo lo que más me gustaba, es que era un ciruelo grande, alto y esbelto y que te obsequiaba con una sombra que no tenía ninguna envidia de la sombra de la parra de uvas. Estaba al lado del pozo y por tanto le acompañaba, que estuviera en un sitio fresco. De buena mañana me encantaba subir por él y sentarme tranquilamente en una de sus ramas. Y al otro lado del ciruelo, estaba un pequeño campo o huerto, lleno de judías que daban judías para una multitud sedienta por comer judías. Había plantadas zanahorias, cebollas, ajos, pepinos (que a mí me encantaban y me encantan), lechugas, escarolas, perejil, pimientos de todos los tipos, tomateras y no me acuerdo de que más. Yo era un niño feliz mientras mi madre me dejara en paz, pero aún encima tenía su aquél y porque mi madre en aquella casa estaba más entretenida y eso nos dejaba un mejor margen para hacer lo que nos daba la gana. De vez en cuando brotaba y cuando lo hacía y como ya lo venía venir, casi siempre estaba lejos de su alcance y es que la bici era ese maravilloso invento que con dos pedaladas ya estabas escondido en la zona más baja de la parra y entre otras cosas, por eso aprecio tanto su sombra suave, amable y cariñosa. Allí, todo era cuestión de permanecer y hasta que se iban apagando los gritos de mi madre y entonces y en silencio, te acercabas de nuevo a tu casa y lo mejor, era deslizarte suavemente y para que tu madre no te oyera.

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