LA AVARICIA (Relato)

La avaricia, la avaricia rompe el saco, no sé que saco, pero el caso es que lo rompe. Con la avaricia aún lo tengo más claro y es que no puedo con ella. A un aváro, lo relaciono con un judío, con un judío de los de película. Lo veo sentado en una tienda cutre y pequeña, con poca luz, supongo que para ahorrar en la factura, y contando monedas, una tras otra y así todo el día. Lo veo con unas pequeñas lentes que porta en la punta de su nariz aguileña y bien pronunciada, la cara delgada y con el pelo sucio. El hombre tiene sus manos largas, idóneas para contar billetes y es entrado en años, más bien tirando a viejo y con una chepa respetable y al final de su cabeza y tapando su coronilla un pequeño gorro, de esos gorros judíos, que parecen que se lo regalaron cuando tenía 1 año de eded y como ya era judío, pues para eso nació judío, de aquellas no fué capaz de tirarlo y por eso ahora le queda pequeñito.

                Así es mi visión del aváro, mi visión de película, pues en realidad nunca estuve en un cuchitril judío, en un barrio sí, pero el cuchitril me lo figuro. De aváros también tengo muchos ejemplos, pero como hice antes cogeré uno. No sé porque a los aváros se les ve como personas montadas en el dólar y no es verdad esto, se es aváro con pelas y sin pelas, puedes dedicarte a contar billetes o a contar los piojos que uno tiene. Me acuerdo de un elemento que vivió conmigo y con algunos más impresentables, en un piso de estudiantes y el tío era mísero hasta la médula. Hacíamos un fondo común de pelas y de alimentos con lo que cada uno traía buenamente de su santa casa y repartíamos asi lo poco que había, más bien lo poco que quedaba, pues traer traíamos, otra cosa es que éramos limas sordas y aquél fondo común de alimentos duraba menos que un helado al sol.

               Nos llamaba la atención que todos aportábamos lo que podíamos, menos el tío que someto a estudio, el cual no aportaba nada, nada de nada. Y es que el tío ponía cara de pena y pretendía contarnos que eran pobres, cosa que ni él se creía. Además el bicho a estudio, siempre cerraba su habitación bajo llave y esto nos mosqueaba aún más. Y llegó el día, llegó el día en que el tio se olvidó de cerrar su habitación y todos acudimos como locos a ver si escondía algo y saber resolver el misterio. Y el misterio mostró su cara, su cara amarga, pues tenía un gran armario, pero no lleno de ropa, lo tenía lleno hasta las trancas de comida y no de comida de pobre pues había buenas viandas. Aquel armario parecía un banco de alimentos y que olor a chorizo y a leche agria, y a quesos medio negros de pasados y ¿su ropa?, pues su ropa la tenía guardada debajo de la cama, vamos guardada es un decir, más bien apelotonada. En éste caso que os cuento la avaricia no rompe el saco, rompe el armario.

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JULIO CORTÁZAR