Todos los días salgo a caminar, rápido, entre 8 a 10 kilómetros. Bilbao se me queda pequeño. La semana pasada subí a Artxanda y bajé hacía Asúa por un camino que no conocía. El caso es que me despisté. Llevaba un tiempo carretera adelante, el cielo amenazaba lluvia y no veía a nadie por ningún lado. Al de un rato, a lo lejos, un chaval venía por el arcén, le esperé.
–Me he perdido –le dije.
–Depende de dónde quiera ir, esta carretera se junta a unos doscientos metros con la que sube hasta Artxanda –respondió.
Y empezamos un diálogo curioso sobre esto y aquello. Me dijo que tenía 17 años y que iba a trabajar a una fábrica que estaba cerca, que aunque no quería estudiar sus padres no tenían derecho a ponerle a trabajar tan joven, que estaba aburrido del taller.
–¿Llevas mucho tiempo? – pregunté.
–Sí, desde el lunes –respondió.
Eso pasó un miércoles.
Pobre chaval, no le queda nada.
Todos los días salgo a caminar, rápido, entre 8 a 10 kilómetros. Bilbao se me queda pequeño. La semana pasada subí a Artxanda y bajé hacía Asúa por un camino que no conocía.
El caso es que me despisté. Llevaba un tiempo carretera adelante, el cielo amenazaba lluvia y no veía a nadie por ningún lado.
Al de un rato, a lo lejos, un chaval venía por el arcén, le esperé.
–Me he perdido –le dije.
–Depende de dónde quiera ir, esta carretera se junta a unos doscientos metros con la que sube hasta Artxanda –respondió.
Y empezamos un diálogo curioso sobre esto y aquello. Me dijo que tenía 17 años y que iba a trabajar a una fábrica que estaba cerca, que aunque no quería estudiar sus padres no tenían derecho a ponerle a trabajar tan joven, que estaba aburrido del taller.
–¿Llevas mucho tiempo? – pregunté.
–Sí, desde el lunes –respondió.
Eso pasó un miércoles.
Pobre chaval, no le queda nada.
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