Y yo que sé, y yo que sé..., yo no
soy un dios y entonces pongo mi varita mágica y resuelvo todo lo que
veo y siento. No señor, yo soy uno más entre la muchedumbre, un
plebeyo, un esclavo de mis propios sentimientos y es porque lo único
que apuesto, por mis sentimientos. Bueno y también, por mis
pensamientos, porque mientras estos sean libres y vuelen por encima
de las nubes, yo me sentiré bien conmigo mismo.
O sea que soy como una moneda con las
dos caras, aunque sentimientos y pensamientos no tienen porque ser
incompatibles, aunque a veces si lo son. Conseguir que no sean
antagónicos es una de mis tareas pendientes, porque no quiero más
comeduras de coco entre lo que pienso y lo que siento. No quiero
volver al antiguo dilema, del que te quiero, pero no te entiendo. Y
es que al final, siempre gana el mismo, el que no te entiendo y por
mucho que uno se adorne de hermosas florituras, el final es ese y
amén.
Los finales nunca son bonitos, porque
en sí son finales y que indican que debes o que tienes que pasar
página. Los finales siempre son dolorosos, pues por mucho que
razones que así tiene que ser, hay algo que te unió fuertemente a
esa persona y todo eso rebrota con esa despedida. Salen a relucir los
mejores momentos, y el te acuerdas de aquello..., se te queda en la
boca y para no tensar más la situación. Y no se dice, pero los dos
lo piensan, piensan en aquella cena a la luz de las velas, en
aquellas tardes medio muertas que ellos resucitaban con más vida, en
los días en que nevaba y se tiraban entre risas y más risas, en
noches de luna o sin luna, en las madrugadas sin haber pegado ojo,
pero aún así, el último pensamiento es: ¡Qué ha merecido la
pena!
No hay comentarios:
Publicar un comentario