Si hay alguien en éste mundo que diga,
que yo nunca he hecho lo que no quería hacer, que avise, porque yo
voy a ser el primero que daré una donación ara que le hagan un
monumento. El monumento al tío que nunca cedió en sus principios,
que nunca dijo sí, cuando era no o la revés, que nunca rectificó,
porque el que rectifica es que reconoce que se había equivocado,
pero no hablo de esos, hablo de los que se consideran incorruptibles,
de los que nacieron santos y acabaron siendo más santos.
Bueno eso piensan ellos, que nunca
pecaron, que nunca elevaron el tono, que nunca tuvieron ganas de
darle una hostia a alguien y de romperle la cara y el pisarle los
huevos y simplemente porque te cae mal y punto. No hacen falta
grandes putadas, para sentir ese odio por dentro, porque ese odio
instantáneo muchas veces no se mide por la importancia de los
hechos, se mide por el grado de visceralidad, es decir por lo que te
dicen las vísceras y por eso también se le llama, odio visceral.
Porque va uno y te hace una gran putada y te cabreas y todas esa
cosas, pero en cambio al final, sabes perdonarle.
Y después te viene otro que ya tenías
entre ceja y ceja y te hace una putadita diminuta y en cambio a éste,
estarías dispuesto a empalarlo y a colgarlo del árbol más alto que
encuentres y que lo perdone su puta madre santísima. Y lo de tener
al tío entre ceja y ceja, es también una cuestión subjetiva,
porque a lo mejor los tienes crucificado por celos estúpidos o por
envidia cochina o porque es más guapo que tú o mas simpático o más
empático. Por tanto no siempre hay motivos objetivos para odiar a
alguien, algunas veces sí, pero en cambio en otras te guías por lo
que te diga el alma o por lo que te salga de los cojones.
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