En el sueño que tuve anoche, me había retirado a un convento de clausura que estaba lleno de monjas cantarinas pero que hablaban en susurros. En la quietud de su patio interior, yo estuve pensando y escribiendo relatos, odas y poesías al viento y a lo me fuera viniendo. La levantada era a las 6 de la mañana, después venía un frugal y ligero desayuno, eso si con pastitas hechas por las propias monjas, moldeadas con su mano santa, horneadas por las llamas de su horno de leña, hechas con el trigo de su propia cosecha y con la manteca de sus propios cerdos. En fin, todo natural como la vida misma y como todas estaban muy gordas (como yo) todo era 0,0 (menos el alcohol, claro), la birra era de cebada casera, ahora bien de alcohol, era una bomba nuclear, era cerveza de 40º y que las monjas engullían con su avidez tan propia y divina.
Después venía el ángelus y todos y todas a cantar a coro y el cura casi siempre somnoliento repartía bendiciones a todo lo que se iba moviendo. Había un perro famélico lleno de pulgas y garrapatas que siempre entraba y salía en medio del ángelus y cuando el perro se mataba a rascarse, el cura a su vez, casi convulsionaba sacudiendo a diestro y siniestro bendiciones.
Acabado el ángelus, teníamos un rato de recreo y de asueto y cada uno se iba a una esquina y se supone que a meditar sobre la vida o sobre lo que fuera. Después de hacer el paripé de la meditación, tocaba rezar otro rato, pero claro en un monasterio los rezos podían durar de una a dos horas por lo menos. Con lo que nos caía encima la hora de la comida. Otro rezo antes de comer, pero ésta vez más cortito y manos a la faena del comer. Después de comer, un café y un licor de las monjas...que al final, siempre acababas tomando varios chupitos y así, ibas caliente y medio colocado a dormir la siesta.
Después de la siesta, otros rezos. Después de estos rezos, otro rato para meditar. Y tanto monta y monta tanto y venga a reflexionar y venga a rezar. Y por último una frugal cena y otros cuantos chupitos del licor de monjas y de nuevo medio colocado, enfilabas hacia la celda donde ibas a pernoctar. Y allí despedías el día, haciendo que rezabas otro rato, pero pasados unos minutos, el sonido de tus propios ronquidos delataba que por fin, te habías dormido.
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