Todos somos niños grandes o por lo menos tenemos una parte de niño o
como se dice vulagarmente: todos llevamos un niño dentro. Algo siempre
se queda, algo inconsciente o a veces consciente, eso depende de cada
uno. Yo tengo una parte muy grande de niño y sé que la tengo y es más,
la reivindico y lucho por ella y porque se mantenga dentro de mí. Es
curioso pero a lo largo de todos estos años, mis mejores momentos,
salvo cuando estuve enamorado, que lo estuve y mucho, siempre están
relacionados con los niños, sobre todo con mis hijos, con mis benditos
hijos y con sus expresiones, juegos y andanzas, alegrías y lloros. Los mejores recuerdos los tengo en relación a ellos y los veo colgados de la higuera de la casa de Chiclana y como trepaban por ella. Veo la cuesta de la casa y el tren de cachibaches que habíamos montado de aquella manera tan cutre pero a la vez espontánea. Esa cuesta abajo, claro vista desde arriba, que fué la escuela de su vida. Aprendieron a bajar a toda hostia en esos coches de plástico, donde cabían dos almas cándidas y sus primeras hostias, de esas que escuecen, pero de las que siempre se aprende. Sus primeros pinitos en bici, hasta aprender a mantenerse en ella y después pasarla a controlarla de tal manera que parecía que la bici fuera una extensión de su cuerpo. Me recordaba a mi cuando era un chaval y en concreto en la finca de Samil, andando en la bici siempre heredada de mis hermanos. Aquel circuito que me montaba y que transcurría bajo la parra, con esos clarooscuros de las sombras y daba vueltas y más vueltas y para no aburrirme iba aumentando la velocidad, hasta que casi me la daba. Pensaba que era el rey de la bici, por lo menos en aquél circuito inventado y seguramente lo sería, pues dudo mucho que alguien me ganara en mi propio terreno.
La pequeña piscina que teníamos, que más bien era una bañera grande, pero a los ojos de los niños era una piscina olímpica. Ahora el agua les llegaría un poco por encima de su cintura. Pero bueno era fácil, era simplemente ponerse ojos de niño y a ponerse a jugar con ellos. La cara de felicidad de un niño es impagable, no puede haber algo más bello en éste mundo. Y aún encima desde éste misma piscina y llegado más o menos el mes de Septiembre y hasta bien entrado Octubre, se podía contemplar la estampa del vuelo de las bandadas de cigueñas y flamencos, sus vuelos en circulos concéntricos y con el fondo azul del cielo, aquello era África o era un continente desconocido.
Y las comidas y las cenas en el jardín, a la doble sombra. O sea la sombre de esos espléndidos pinos mediterráneos y otro sombrajo que hice con mis propias manos. Un sombrajo echo de buganvillas de diferentes colores, de jazmines y madreselvas y todo mantenido por una esctrura chafalleira hecha de alambres tensados. Como lel sombrajo se iba haciendo cada vez más pesado,por el simple hecho de crecer, todos los años me tocaba ir poniendo un parche nuevo, o sea, más alambres tensados. Sería más fácil hacer un sombrajo como toca, un sombrajo con estructra de maderas bien hechas y en cambio tenía troncos de árboles secos que servín de puntos de apoyo, pero era como si fuera mi obra, una mierda, pero una obra mía. Nunca fuí un manitas hacendoso, el bricolaje se lo dejo para otros, pues soy un tanto patoso y de lo que más carezco es de la paciencia necesaria, para hacer las cosas como tocan.
Las cenas también se hacían debajo del sombrajo, porque aquello era el centro neurálgico de la parcela, o sea donde se cortaba el bacalao. El único inconveniente de cenar al pairo, eran los mosquitos, los mosquitos asesinos, los mosquitos que procedían de las marismas de Chiclana y como la casa estaba pegada o casi a las marismas y si no te regabas con abundante antimosquitos, te dejaban como un colador. Las cenas a la luz de un candil o de una lámpara mora y con los cables colgando, como si el decorado tuviera más autenticidad si tenía un toque a descuidado, son imágenes que nunca se me olvidan y ya no se me olvidarán nunca, pues las llevo grabadas en el cerebelo.
Es curioso lo de los cables colgando y si no eran los cables eran otros detalles y lo era porque a mi nunca me entusiasmaron los ambientes perfectos, el ambiente de postalita siempre me produjo sarpullido. Una gallina suelta, un gato que pasa, el perro que ladra, un trozo de cesped mal cortado, una mesa que se desencaja, una silla que cojea, unos cables que cuelgan, todos son detalles importantes, sin ellos yo no me encuentro del todo a gusto, necesito tener la imperfección al lado o un detalle que salga del guión establecido o que el decorado carezca de algo. Me encanta tener los cosas más o menos en su sitio, pero me entusiasma la improvisación, el que se funda una bombilla y hay que poner una vela, el que un cable se rompa y ¿para qué está la cinta aislante?, para unir al cable de esa manera y si no tenemos cinta aislante, pues tenemos cinta americana. Y estos parches me gustan que se vean y que se noten. Ya digo, para mi es darle autenticidad al decorado.
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