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| Menorca |
Yo tengo un perro ladilla, un perro de esa marca o raza y es que es la sombra de mis talones, todo el día pegado a mí y a mi bendita sombra. Y lo más curioso de todo, es que el perro no es mío, no es directamente mío, es de mi hijo el mediano y entonces se podía decir, que soy el abuelo del perro. El perro estaba acostumbrado a vivir entre cinco humanos que eran los miembros de mi familia y de repente el pobre perro, pasó a vivir sólo conmigo (divorcios y esas cosas). Mi hijo viene a sacarlo todos los días, pero yo me encargo de su mantenimiento y ya se sabe que el que le da el papeo, es el que se lleva el gato al agua, en éste caso, es que se lleva al perro.
Ahora lo tengo a mis pies tumbado mientras escribo y si me levanto por cualquier motivo, el hilo invisible que nos ata y nos une, tira de él y se viene detrás de mi pisándome los talones. Adonde vaya yo él me acompaña y claro tuve que ir poniéndole algunos límites. Por ejemplo, no lo dejo entrar conmigo al baño, eso de cagar con el perro al lado, como que no, como que me produce estreñimiento. Para mí cagar es sagrado y es demasiado intimista y no soy capaz de cagar ante cualquiera. Tampoco lo dejo entrar en mi habitación y eso que no para de intentarlo. Y entre otras cosas les pasa como a las personas, los perros sudan y por tanto emiten olor corporal y los dos en la misma habitación y cada uno con su particular olor y esa mezcolanza olorífica, hacen un engrudo tirando a asqueroso y pegajoso. No, me niego a ello.
Pero por el resto ya estoy doblegado a sus encantos y es un perro ladilla de compañía. O sea nos vamos conociendo y con un sólo gesto mío él me entiende y yo a él, por supuesto. Hace unas semanas un perro asesino, un perro pastor alemán o sea un perro nazi, le largo varios bocados y por poco se lo come sin patatas. Le dio unas buenas dentelladas y éste perro o sea el mío o mejor dicho, mi nieto perruno, ya no fue el mismo durante unos días. Era un alma en pena, no tenía alegría, ya no ladraba y menos saltaba y por supuesto nada de carreras por la casa. Estaba alicaído, desganado y triste. Se fue recuperando de las dentelladas y ahora desde hace unos días vuelve a ser el mismo de siempre. A lo que voy, durante esos días en los que no era ni su sombra, no sabéis como lo echaba de menos con sus carreras celebrando cualquier cosa, sus ladridos agudos y por cierto, bastante molestos, sus saltos para que lo acariciaras y esas ganas de comerse el mundo y la vida y como no, su comida. Ahora ya está de nuevo en su salsa y vuelve a ejercer plenamente de perro ladilla.
Ahora lo tengo a mis pies tumbado mientras escribo y si me levanto por cualquier motivo, el hilo invisible que nos ata y nos une, tira de él y se viene detrás de mi pisándome los talones. Adonde vaya yo él me acompaña y claro tuve que ir poniéndole algunos límites. Por ejemplo, no lo dejo entrar conmigo al baño, eso de cagar con el perro al lado, como que no, como que me produce estreñimiento. Para mí cagar es sagrado y es demasiado intimista y no soy capaz de cagar ante cualquiera. Tampoco lo dejo entrar en mi habitación y eso que no para de intentarlo. Y entre otras cosas les pasa como a las personas, los perros sudan y por tanto emiten olor corporal y los dos en la misma habitación y cada uno con su particular olor y esa mezcolanza olorífica, hacen un engrudo tirando a asqueroso y pegajoso. No, me niego a ello.

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